En los últimos veinte años, China ha vivido una transformación fascinante. Aquel país paupérrimo, aislado del mundo y atrasado se ha transformado en una potencia planetaria que se codea con los más grandes a la hora de influir sobre la marcha de la economía del mundo.
Sin embargo, esa evolución se está haciendo desde el poder: China sólo ha pasado de ser una dictadura comunista a una dictadura capitalista, y los ciudadanos siguen sin conocer la libertad por la que lucharon hace dos décadas.
En efecto, en 1989 estalló una ola de descontento en torno a la inesperada muerte de un dirigente conocido por sus ideas aperturistas porque las miserias del sistema comunista instaurado por Mao se hacían insoportables para los ciudadanos, y provocó el mayor movimiento a favor de la democracia en la historia de China. El régimen comunista aplastó a sangre y fuego aquellas protestas, pero, con un pragmatismo que era el preludio de lo que serían estos últimos veinte años, aceptó cambiar el modelo económico sin soltar las riendas del poder político. Los más optimistas creían que el desarrollo material acabaría por inocular el germen de la libertad en las estructuras políticas chinas, pero por desgracia ha sido al revés: el Gobierno totalitario ha expandido por el mundo una política exterior inmoral que protege a dictaduras de todo pelaje con tal de que estén dispuestos a hacer buenos negocios. El producto más letal que exporta China es, así, el desprecio por la democracia.
Sin embargo, en China sigue habiendo una sociedad viva, cada vez más abierta al mundo a pesar de las inútiles restricciones de su libertad, que incluyen controles tan torpes como la censura de internet. Perseguidos, acosados, vejados por las autoridades, sigue habiendo ciudadanos chinos que luchan por sus más elementales derechos, como Hu Jia, que recibió por ello el premio Sajarov del Parlamento Europeo y que merecen todo el apoyo moral y la consideración personal. Veinte años son muchos en la vida de una persona, pero muy poco tiempo en el devenir de un imperio milenario. Una China democrática sería en estos momentos de confusión, en que las democracias se quedan a veces en minoría, un elemento decisivo para la paz en el mundo. China todavía no puede ser la sociedad democrática a la que aspiraban los que dieron su vida en la plaza de Tiananmen, pero, sin duda, algún día ha de llegar a serlo porque el amor a la libertad forma parte de la condición humana.
Editorial ABC
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