Este cronista pasó una tarde en el campo y regresó con ánimo renovado a las tareas de la ciudad. Visité a un amigo filósofo, aunque él sólo admite que le llamen "aprendiz de filósofo". Cultiva una pequeña huerta, con hortalizas, algunos frutales y un pequeño jardín; lee, escribe y visita muy a menudo a un viejo amigo, casi anciano, que vive acompañado de su nieta, una joven que viste pantalones ajustados y blusas ceñidas "en que puntean los senos". |
El pequeño filósofo abandonó la capital, la ciudad de los embustes, porque se cansó de ponerle nombre a todo lo que ignoraba. Curado de las filosofías indigestas de los académicos, el aspirante a filósofo concentró la vida en pasar por sus entendederas el modo de ser de quienes lo rodeaban. Su honrada esposa, el hijo adoptado y la joven amante, sus seres más cercanos, se convirtieron en los candidatos idóneos para ser pasados por el tamiz de su inteligencia.
De la primera, de la esposa, una piadosa mujer, que nunca le ha negado nada que le hiciera feliz, ha aprendido a distinguir el amor propio del amor de mando. Y, por encima de todo, ha hecho que el provinciano filósofo consiga dulcificar la vida aceptando lo inevitable, el destino, con dignidad y decoro. Su honrada esposa, pues, jamás se interpuso en el camino que Dios le ha señalado a su marido. La civilización no es otra cosa, según esta buena señora, que respeto a la persona y adaptarse al destino. Adoptaron un hijo, casi adolescente, al que el filósofo le inculcó el controlar los entusiasmos súbitos y los desalientos desesperados, y a través de la conversación le hizo ver que es cosa ridícula "analizar" frases hechas, mientras no reparamos en el matiz o dejamos pasar la ocasión de enmendar un disparate.
El diálogo con el imberbe, por decir pronto las cosas, le hizo ratificarse en la sabiduría de los clásicos: pensar es abstraer, en cierto sentido, pensamos cuando exageramos, cuando somos capaces de universalizar problemas. Nadie me pregunte, por favor, qué aprendió de la amante, porque mi amigo es muy prudente a la hora de abrir su corazón, pero sospecho que la joven de blusas "en que puntean los senos" hizo del filósofo manchego un sabio capaz de asimilar que el hombre casi siempre quiere con locura, mientras que la mujer ama con cordura.
El cronista regresó a la ciudad, pero, en realidad, no había visto a su amigo, porque un viaje imprevisto le hizo ausentarse de su domicilio durante todo el fin de semana. Le dejó una nota: "Siento no poder atenderte. Un accidente familiar me obliga a viajar este fin de semana. Disfruta del campo, pasea y piensa leyendo el libro que está encima de la mesa de la cocina". El cronista se fue directamente a la cocina y se puso a devorar Los tres tesoros; esta deliciosa narración escrita por Alfonso Reyes forma parte de la mejor literatura en lengua española, que ha servido para que este cronista les trascriba alguna de las ideas que atesora uno de los más grandes autores de todos los tiempos del género del ensayo.
Recordar este título de Reyes es, por otro lado, la mejor manera para que entren, queridos lectores, en este ensayo mío; sí, otro libro de libros, mitad ficción e imaginación y la otra mitad realidad verosímil. Espero no equivocarme demasiado, si les digo que están leyendo un ensayo, porque mezcla, desde el principio hasta el final, investigación y creación, según definía el género el maestro mexicano. Este ensayo es una forma de pensar, en cierto sentido de filosofar, a través de la lectura.
Este cronista de libros no ha tenido otra pretensión que "leer entre líneas". Pensar, sí, mientras leía, sin pretender nunca ser más listo que el autor leído. Una parte de ese pensamiento, quizá su parte más desarrollada, intenta "dar razón" de ciertas obras literarias, históricas, filosóficas y políticas. Su núcleo principal ya había sido publicado en mis crónicas de libros para el periódico digital Libertaddigital.com. La otra parte de ese pensamiento surge de una peculiar filosofía de la lectura de determinados libros, que a veces fueron seleccionados por el autor y en otras ocasiones impuestos por la tarea periodística. El libro es, al fin, un genuino ensayo, porque es el resultado de un proceso, sin duda alguna, tortuoso de eliminación e integración de textos, que bien habían sido ya publicados o bien han sido creados a partir de ideas antiguas.
Nadie busque aquí críticas o reseñas para introducirse en los libros mencionados. Nadie huronee en estas páginas un resumen o similar para sustituir la lectura de los originales. Mis comentarios son sencillamente relatos sobre La Libertad de la Lectura. O mejor dicho, Leer por Libre. Todo el libro quisiera ser un relato de la vida del pensamiento de un cronista-lector. Este libro, como otro mío anterior, titulado El Placer de la Lectura, no se agota en ser un libro de libros, sino que aspira a ser un relato de la vida de mi pensamiento. Mi narración sobre los libros habla constantemente, como diría con razón Víctor Gago, de la vida del lector. Es sólo el pensamiento de un lector-narrador, aunque a veces, por qué no confesarlo, se desliza por terrenos ajenos y recoge el testimonio de sus coetáneos al modo como las ministras del primer Gobierno de Rodríguez Zapatero, allá por el lejano agosto de 2004, se dejaron retratar por la revista Vogue.
Aquella famosa portada en esta revista "fashion" fue un genuino espectáculo de "caipiras". El puñetero refranero español por una vez lo dice bien: "Las ministras se retrataron". Sin comentarios. Las ministras consiguieron con esa foto su principal objetivo vital: hacer de la política un espectáculo. Pero más interesantes que las fotos –aunque en otro sentido más lamentables–, que siempre prometen más de lo que pueden dar, son los comentarios de las retratadas ante las críticas recibidas. "Queríamos", dijo una de ellas, "subrayar el aspecto humano de las ministras". ¿Significará eso que la política es inhumana o, peor todavía, que quienes consideran que es imposible alcanzar la humanidad sin un espacio público político están equivocados? ¡Quién sabe! Otra de las retratadas, la Ministra de Cultura, pidió con tono adusto y tajante que "nadie debería frivolizar" sobre las fotos de Vogue. Quizá tuviera razón. Yo reconozco que agradecí la recomendación y aparté de mi ánimo, no sin grave quebranto de mi orgullo, la tentación de frivolizar sobre el posado de las ministras.
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De múltiples formas y escondido en otros tantos ropajes, disfrazado de poderoso o simulando sabiduría, el vacío de inteligencia y moralidad, de confianza y entusiasmo, está por todas partes. Confieso que no es fácil combatirlo. Aparte de la lectura y la escritura, cada uno tiene su método particular, por ejemplo, este cronista se larga de la gran ciudad y pasea por algún entorno agradable. En los últimos tiempos, cuando me he sentido fatal, me he ido al "monasterio" de El Escorial. He pasado allí alguna tarde. Es poco tiempo, casi nada, para lo que merece esta grandiosa obra de la civilización hispánica. Aún hoy es una referencia imprescindible para saber de dónde venimos y, sobre todo, para descubrir que quizá todavía se albergue en este edificio algo, un estro o similar, capaz de levantar la moral de una nación completamente desmoralizada.
Confieso que una vez estuve allí acompañado por la deliciosa obra de Fray José de Sigüenza: La Fundación del Monasterio de El Escorial, que data de 1605, pero una vez plantado en el interior uno lo olvida todo. Queda al instante seducido, aunque quizá sería mejor decir sumergido, por una arquitectura tan compleja como cabalística. Aunque los ricos tapices de escenas bíblicas que aquí se exhiben son impresionantes, creo que la pintura que alberga este conjunto arquitectónico siguen siendo uno de sus atractivos principales. Contagiado por el afán de búsqueda de verdad que exhiben todos los cuadros, especialmente los seleccionados por Felipe II, que conforman esta otra gran pinacoteca nacional, camino y camino por todas partes tratando de captar algo de esa búsqueda, que en sí mismo contiene verdad. Autenticidad. Las emociones se suceden unas a otras sin interrupción. Caminar y ver. Caminar y detenerse ante un cuadro, una escalera, un mirador, un mosaico, un detalle menor es como volver a descubrir este país.
De emoción en emoción, de alegría en alegría, me muevo por todo el recinto sin ganas de salir de allí. Estoy a gusto por todas partes. Pero confieso que hay un lugar privilegiado para mis gustos. Hago diferentes recorridos, pero siempre dejo para el final la Biblioteca de El Escorial. Miro al techo y sus murales me ponen la carne de gallina. Pareciera que todo El Escorial estuviera concebido para ser rematado por este lugar, sí, una ubicación especial para pensar. Para descubrir la verdad. He ahí lo más auténtico de este gran monumento nacional. Las pinturas murales, especialmente para quienes cultivamos cierta filosofía, siguen siendo un estímulo para persistir en ese extraño saber que se cuestiona constantemente a sí mismo. Allí está contenida la filosofía de España.
Las pinturas de esta genial biblioteca son para meditar. Están allí para enseñar al visitante –al lector– dónde se halla, qué se espera de él y, sobre todo, cuál es el camino de la sabiduría. Las pinturas de la biblioteca, aunque sería más acertado decir bibliotecas, están concebidas para fascinarnos sobre lo que albergan los libros... Aquello a lo que deben llegar sus visitantes. La verdad. Pero, si las pinturas de esta biblioteca son también libros abiertos para seguir aprendiendo el camino que debe seguir una nación, quiero pensar que los originales de los libros que aquí encontramos pudieran ser otros tantos "arquetipos" para salir de la desmoralización que atenaza a este país. ¿Quién sabe?
Por pura casualidad, en una de mis visitas a esa biblioteca, cuando bajaba la vista del techo, fijé la mirada en una de las estanterías de orden dórico, muy elegante y vistoso, que rodean el recinto. Me encontré abierto El libro de las Fundaciones, sí, el original escrito por Teresa de Jesús. Milagroso. Estaba abierto por el capítulo 28 y rezaba así: "Acabada la fundación de Sevilla, cesaron las fundaciones por más de cuatro años. La causa fue que comenzaron grandes persecuciones muy de golpe a los descalzos y descalzas, que, aunque ya había habido hartas, no en tanto extremo, que estuvo a punto de acabarse todo".
Pues eso, queridos lectores, que, como dice la Santa, está a punto de acabarse todo... De momento, sólo emerge la crisis económica, pero ésta será apenas nada al lado de la crisis moral que nos invade, empezando por la quiebra del valor fundamental que sostiene a un país, a saber, la nación. Mientras el personal se hace cargo de lo que, seguramente, ya sea irremediable, haríamos bien en asomarnos a la historia, buscar en nuestro pasado común la verdad, algo, que pudiera enfrentarnos a la desmoralización que provoca unos gobernantes que han elevado lo relativo a un valor absoluto, y han hecho de los medios los fines de la política.
Para conllevar esa crisis aquí les ofrezco este ensayo para melancólicos y amantes de la literatura, la filosofía y la historia. O sea, de la Política con mayúscula. Ensayo, desde esta introducción, una manera de acercarse a la lectura. ¿Lectura? Sí, sí, leer es una obra de arte al alcance de cualquier alfabetizado. ¿Cómo tratar de una obra de arte? Reconociendo que nunca es sencillo hacerlo. Hablar de una obra de arte, sea una novela o un cuadro, una película o una obra de teatro, nunca es fácil. Unos lo intentan por recitación de ciertos fragmentos, o por la lectura de un texto, o por comparación, o por la distinción de forma y contenido, temas, etcétera.
Otros muchos recurren a contar "de qué se trata"; sin duda alguna, como reconoce el gran humanista Reyes, aquí empiezan las confusiones y los malentendidos sobre la obra de arte y, de paso, sobre el significado artístico de la crítica. Quien se atreve a contar "de qué se trata", es decir, a narrar qué ha leído ya ha entrado en la endiablada cuestión del nacimiento y muerte de la "crítica" como obra de arte. Un lío en el que no entraré. Pero no desprecien el asunto, porque el lector es ya un crítico. Piensen, por ejemplo, en las tergiversaciones que ha provocado el bueno de Aristóteles cuando cuenta la Odisea: "Un hombre anduvo largos años errante de su patria, vigilado por Neptuno y en soledad; mientras tanto en su casa van las cosas de manera que su fortuna la están dilapidando pretendientes, y tendiendo asechanzas a su hijo. Llega acongojado, se da a conocer a algunos, los ataca, se salva él y perecen sus enemigos. A lo cual añade: Y esto es la esencia, lo demás episodios".
Lejos de mi intención confundir aristotélicamente a nadie. Lejos de este ensayo sustituir el relato, más aún la lectura del relato, por la vida de uno de los potenciales lectores. No tengo otra aspiración que invitarles a leer tal y como lo hace el más entregado de los lectores. Ese que se siente atrapado y sólo atiende a la lectura. Se trata de que "la lectura se vuelva vida". Vivirla y quedarse con lo mejor. Eso requiere entrega. Sosiego. El sosegado leer está reñido con una concepción puramente informativa de la cultura. Lessing vuelve a tener razón, cuando mantiene que es más grato para el hombre la búsqueda de la verdad que obtener rápidamente la verdad misma. La buena lectura revive y repiensa. Y recuerda. El goce de la lectura se define, como todos, por el recuerdo, por volver con el corazón a lo vivido, según nos enseña otra vez Reyes, cómputo definitivo de los bienes acumulados.
Aunque no aspiro a doctrina alguna en este libro, soy de la opinión que la necesidad debería quedar al margen en el mundo de la lectura. Esto no es una tesis, sino una sencilla propuesta contra la educación pragmatista. Combato la pedagogía de Dewey que "despierta el interés del niño por obra de la necesidad". Defiendo, pues, la educación clásica a través de la lectura no sólo como instrumento para adquirir conocimientos, sino para gozar y sufrir –vivir– de la fantasía y la imaginación, de la realidad y la ficción, al fin, de la literatura y el arte. Leer quizá no sea otra cosa que desarrollar el prodigio de la conciencia libre. Leer por libre. Por alcanzar otra sabiduría.
Agapito Maestre
Catedrático de Filosofía Política de la Universidad Complutense de Madrid
NOTA: Este texto es un fragmento de la introducción de LEER POR LIBRE, el último libro de AGAPITO MAESTRE.
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