La escena contiene recuerdos de otro tiempo mucho más turbulento. En Europa, ensombrecida de fascismo y estalinismo, sólo quedaba ya Gran Bretaña para enfrentarse a un Hitler que había dividido Francia en dos y que, en plena euforia, se decidía a marchar sobre Moscú. En la brasileña y tranquila Petrópolis, una ciudad balneario a menos de dos horas de Río de Janeiro, donde había buscado refugio, Stefan Zweig escribía sobre Montaigne. Necesitado de consuelo, el viejo y apátrida escritor austrohúngaro recordaba que si Europa había dado a luz auténticos monstruos, a su vez había concebido las teorías que permiten pensar y destruir a esos monstruos. Montaigne, dice Zweig mientras Europa se aniquilaba a sí misma, es un amigo que le aconseja y le habla de esa comunidad espiritual «a la que orgullosamente damos nombre de cultura europea».
La mayoría de las grandes ideas necesitan ser explicadas en caudalosos volúmenes, pero también pueden resumirse en el fogonazo de una sensación, en un pormenor cualquiera de la vida cotidiana, a veces en una imagen. Si la democracia, para Churchill, eran las pisadas lentas de un caballo y las ruedas de un carro con botellas de leche a la media luz del amanecer, yo siempre he pensado que Europa, que es una idea mucho más ancha que una mera operación económica, puede resumirse en los últimos días de Stefan Zweig: ese oportuno e inteligente detractor de los nacionalismos, ese burgués de Viena que llega a Petrópolis huyendo del horror de la persecución nazi, y que allí, en la ciudad monumental que ordenara construir Pedro II de Brasil, entre palacios y parques que quieren imitar la majestuosa elegancia de Salzburgo, se dedica a escribir la biografía de Montaigne, uno los primeros pensadores libres, uno de los mayores enriquecedores del gran tesoro cultural europeo.
Conversador incansable de la herencia espiritual de Europa, amenazada una y otra vez por la indiferencia y el olvido, así como por la intolerancia o la estupidez desatada, Zweig se despidió de la vida soñando con un futuro menos fanático y brutal: «Ojalá vean el amanecer después de la larga noche». Y no hay duda de que su desencanto final con la Europa de su tiempo se desvanecería ante la integración actual de la Unión Europea, una comunidad de naciones que eliminan las barreras que las han separado en el pasado y que, además de unir sus mercados con el soplete del interés económico, van armonizando normas e instituciones bajo el signo de la cultura democrática.
Pero Europa es una tierra paradójica. Hoy la Unión Europea es el único proyecto que ha sobrevivido al colapso o la ruina de los grandes modelos del siglo pasado. Sin embargo, pasa el tiempo, y a pesar de que ya hemos celebrado el décimo aniversario del euro, el ideal de los Monnet, Schuman, Adenauer o De Gasperi se demora en el camino en el que tanto se ha adentrado ya. Y la Europa política, social y de la cultura que soñaran los padres fundadores de 1957 corre el riesgo de agotarse e ir a parar a ese gran museo de los pasados sueños que llamamos historia.
En ese sentido, el rechazo irlandés al Tratado Constitucional y el puñetazo de la crisis económica han sido como la escarcha arruinando una larga jornada de cosecha. Divididos, incoherentes, hipócritas y tan irritantes como cuando Yugoslavia se desintegró en un carnaval de muerte, los líderes europeos han resucitado miedos que parecían superados, congelado las no tan lejanas voces de euforia y atizado los egoísmos nacionales sobre las cenizas de la solidaridad continental.
Nadie habla hoy en nombre de Europa. Lo peor, no obstante, no es el giro hacia adentro, un giro para proteger lo propio sin que nos importe el vecino. Ni siquiera la inexistencia de la Unión Europea en política internacional, su escandalosa división y pasividad ante los grandes conflictos mundiales. Lo peor es la falta de ilusión. El peligro es un enorme cansancio, esa indiferencia frente a los grandes discursos de antaño que poco a poco va convirtiendo a los europeos en consumidores más que en productores de historia, en ciudadanos apáticos y silenciosos que únicamente se interesan por ellos mismos, por su felicidad, por su puesto de trabajo, y que sólo se conmueven a distancia y con la condición de que sus sentimientos estén desprovistos de cualquier análisis o actuación que signifique un compromiso real.
Cuando Zweig escribía sobre Montaigne en la lejana ciudad brasileña de Petrópolis no hacía sino recordar que hay mucho que recordar. Ayer, cuando Hitler amenazaba con hundir Europa en el abismo de una nueva edad oscura. Y hoy, cuando, golpeada por la crisis, Europa parece olvidarse de sí misma.
Hay que recordar, por ejemplo, que Europa fue creada por soñadores, por políticos que se sentían pertenecientes a una historia más que a un mercado. Demasiado a menudo olvidamos que la Europa contemporánea nació del cansancio de las hecatombes, en medio del recuento de las bajas materiales y espirituales de 1945. Fue necesario el desastre total de dos guerras mundiales para que el Viejo Mundo dejara de atrincherarse en las fronteras nacionales y encontrara la virtud de reivindicar rasgos y riesgos comunes. También olvidamos demasiado a menudo que la Unión Europea fue ante todo un ideal político, la respuesta a una doble necesidad: contener las ambiciones nacionales bajo un tipo de unidad internacionalista y reforzar la presencia europea en un planeta en que la hegemonía del Viejo Mundo estaba ya irreversiblemente erosionada.
La confianza es la voluntad de responder de sí mismo en el futuro, la capacidad de superar el miedo y la duda, de reunir fuerzas cuya existencia no se sospechaba. Acogotados entre la hoz y el martillo y las barras con estrellas, los líderes europeos de la postguerra sabían que recuperar la confianza es tanto como recuperar la capacidad de actuar. Tejieron un argumento y un sueño. Y actuaron convencidos de que aún existían caminos de esperanza que merecía la pena recorrer.
Pero ¿qué hay hoy de aquella confianza, de aquellos argumentos, de aquella pasión por actuar y construir? Como el poeta a Fabio, uno siente la tentación de preguntar, «de la pasada edad ¿qué ha quedado?». Y no porque las raíces de la Unión Europea no sean fuertes, pues han penetrado hondo en el suelo del Viejo Mundo, sino porque el gran proyecto europeo ha desaparecido del debate.
Sí, el peligro es un gran cansancio. Y resulta difícil no ser pesimista cuando los políticos convierten las elecciones europeas en un valleinclanesco altavoz para los litigios internos. Resulta difícil no ser pesimista cuando apenas se debaten los grandes asuntos pendientes de la construcción europea: la integración política de Europa, su definición geográfica, la idea de un gobierno central fuerte, la política exterior, el papel de las regiones... Resulta muy difícil no ser pesimista cuando Berlusconi propone llenar de señoritas guapas las listas europeas para animar la participación en las elecciones, o cuando, a la inversa, los socialistas y populares españoles atiborran las suyas de ex-ministros y amortizados o personajes incómodos, dada su envergadura moral, dentro del propio partido.
Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
www.abc.es
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