Un milagro bajo un paraguas
Aún recuerdo aquel tórrido mediodía de abril de 1998 cuando todos en Agraharam, un pequeño pueblo colindante con Anantapur, buscaban desesperadamente la mirada del hombre que camina debajo de un paraguas. El termómetro supera los 50 grados, pero todos sus habitantes están en la calle para ver de cerca al hombre que les ha devuelto la esperanza. Todos se arremolinan bajo ese paraguas negro y viejo para honrar a Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño. Le ponen collares de flores, le lavan los pies, le dan agua de coco, dulces, le dan las gracias, le quieren…
Le quieren desde que en 1969 llegó a Anantapur, en el estado indio de Andhra Pradesh, para enfrentarse a la pobreza absoluta, para ayudar a los que nunca recibieron ayuda, para decirles a los ‘intocables’, a los pobres de los pobres, que ellos también tenían derecho a vivir y a vivir con dignidad. Y lo hizo desde una pequeña casa que le dejó una organización protestante y en la que sólo había una mesa, una silla, una máquina de escribir y un mensaje en la pared: «Espera un milagro». Siempre recordaba esa frase y lo que pensó nada más leerla: que no había milagro que esperar, que había que salir a buscarlo, que era una locura pero que había que intentarlo.
La locura había empezado mucho antes. En las calles de Barcelona, primero; en el coro de su catedral, después; y finalmente en el frente del Ebro, durante la Guerra Civil española, donde luchó sin pegar un solo tiro en el bando republicano. En las calles de Barcelona, donde nació el 9 de abril de 1920, vio lo primeros intocables de su vida; en la catedral empezó a conocer a Dios y en el frente del Ebro vio la luz que le llevó a la Compañía de Jesús. Después pasó una temporada en el campo de concentración de Betanzos antes de volver a Barcelona e irse a estudiar a un monasterio en las laderas del Moncayo. Y del Moncayo a la India.
El 13 de febrero de 1952 atracó en Bombay, atravesó la Puerta de la India y pisó por primera vez su nueva patria. «Mi nueva tierra de promisión», pensó. Sus primeros años en Mammadh, pequeña localidad al norte de la gran urbe, le supuso un auténtico descenso a los infiernos. Supo entonces que tenía que pasar a la acción, que él no había llegado allí para orar, ver y callar. Empezó construyendo con sus manos un pequeño hospital, luego un colegio, después un pozo tras otro hasta que finalmente se puso a repartir trigo con un carro tirado por un par de bueyes. «Nunca les hablaba de Dios, había otras prioridades», se decía y se repetía, y que él no había llegado hasta allí para elevar las estadísticas de bautizos.
Sus métodos empezaron a no gustar. Ni a la Compañía de Jesús ni a las autoridades locales que le veían demasiado poderoso. Estos le quisieron echar y aquellos reconducir. Pero él siguió su camino y la orden de expulsión no tardó en llegar. Fue el 27 de abril de 1968. Durante el siguiente año, mientras la burocracia iba retrasando su salida del país, cientos de miles de personas de todo el estado de Maharastra se manifestaban periódicamente en Bombay contra la salida de ‘father’ Ferrer. Fue propuesto para el Nobel de la Paz. La revista ‘Life’ le sacó en portada como el santo desconocido. Al final, Indira Gandhi, presidenta del país, dijo la última palabra; un telegrama suyo leído ante más de 30.000 personas zanjó la cuestión: «El padre Ferrer marchará al extranjero para pasar unas cortas vacaciones pero será bienvenido a su vuelta».
Quisieron convertir la victoria en derrota. La Compañía le quiso atar corto y los políticos le prohibieron volver a Maharastra. Aquéllos quisieron que se dedicara exclusivamente a la enseñanza y de éstos sólo el gobernador de Andhra Pradesh, una de las zonas paupérrimas de la India, le permitió quedarse en su estado. Y allí se fue, en 1969, después de unas cortas vacaciones. Y con él, Anna Perry, una periodista inglesa de 22 años, 26 menos que él, que era la encargada de cubrir las manifestaciones de Bombay a favor de Vicente. Se conocieron el 27 de julio de 1968 («Recuerdo muy bien esa fecha» —me dice Anna— «porque estaba convencida de que ya nunca me iba a separar de él») y se casaron el 4 de abril de 1970, poco antes de que la Compañía de Jesús lo expulsara de su seno.
En busca del milagro
Fue entonces cuando Vicente Ferrer y Anna (su otro yo, la organización que unir a la imaginación, la fuerza indestructible que le complementaba…) salieron a buscar ese milagro que le gritaba desde la pared de aquella humilde casa donde empezó a hacerse realidad su sueño. En 1969 habían creado RDT (Rural Development Trust o Consorcio para el Desarrollo Rural), el instrumento mágico con el que se puso en marcha la mayor transformación que se recuerda en un estado indio a manos de una organización no gubernamental… y en 1996 vio la luz la Fundación Vicente Ferrer (FVF) y con ella un programa de apadrinamiento de niños que a día de hoy supera ya los 135.000.
Y este milagro tiene más cifras que las de los populares apadrinamientos: más de 2,5 millones de personas de 1.874 pueblos del distrito de Anantapur, que se acerca a los cuatro millones de habitantes, se benefician de los proyectos de RDT y la FVF. A lo largo de estos años se han construido 39.000 viviendas para las familias más desfavorecidas; además, tres hospitales generales, un centro de planificación familiar, un centro para enfermos terminales de sida y 14 clínicas rurales funcionan a pleno rendimiento; han levantado 1.696 escuelas y centros educativos y 120 bibliotecas que educan a 158.000 alumnos de primaria y secundaria; además, cerca de 500 jóvenes más están preparándose para entrar en la universidad y otros tantos están cursando ya carreras universitarias. Y luego están los centros especiales para invidentes, sordos, discapacitados psíquicos; un total de 1.300 ‘shangams’ acogen a 15.600 personas con distintas discapacidades, que cuentan además con 18 escuelas residenciales.
También han sacado agua de donde no había: miles de pozos afloran por todo el distrito y casi 2.300 embalses de distintos tamaños consiguen dos y hasta tres cosechas por año gracias a los casi tres millones de árboles frutales plantados. Además, más de 70.000 mujeres se han unido en más de cuatro mil asociaciones para que puedan participar activamente en cualquier aspecto de su vida o de la vida de su comunidad con los mismos derechos del hombre. Todo esto después de que en 1982 se pusiera en marcha un ambicioso plan de control de la natalidad que ha contribuido de manera significativa a mejorar el nivel y la calidad de vida de miles de mujeres.
Se podría seguir hablando de todo lo que ha cambiado la vida de los más desfavorecidos del distrito de Anantapur desde que llegó Vicente Ferrer. Pero los números no alcanzarían a dibujar realmente la labor realizada. Vicente no sólo les dio la oportunidad de vivir dignamente, de comer, de poder disponer de algo tan básico como el agua o de tener un trabajo digno, una vivienda incluso; no, no sólo ha conseguido que sus hijos reciban la educación que no recibieron ellos, y una atención sanitaria de calidad… No, Vicente Ferrer les dio mucho más, les dio la oportunidad de ser, les ofreció la esperanza que nunca tuvieron, les devolvió la dignidad arrebatada.
Me viene a la memoria más que nunca la cena que disfrutamos el pasado 26 de enero en Anantapur. Sentados en su comedor, devorando una deliciosa tortilla de patatas con Anna y Begoña, Vicente nos contaba todo lo que todavía le quedaba por hacer. Qué ese milagro que le gritaba desde aquella pared todavía era una utopía: que hacían falta más hospitales, más colegios, más agua, más trabajo. Y nos lo decía como si el futuro fuera suyo, como si le sobrara tiempo para seguir haciendo realidad cada día el milagro del pan y los peces.
Estos continuos milagros le hicieron merecedor de un sinfín de galardones: desde el Príncipe de Asturias de la Concordia (1998) a la reciente concesión de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil que le hizo entrega en los primeros días de este año la vicepresidenta del Gobierno María Teresa Fernández de la Vega. Pero no son estos galardones los que más feliz le hicieron, no, él buscó siempre la sonrisa de cualquier niño de esos que no dudaba en enfrentarse a los 50 grados para ver de cerca al hombre que caminaba debajo de un paraguas.
El pasado 20 de marzo sufrió una embolia cerebral de la que ya no ha podido recuperarse. Si en algún momento desde entonces le ha vuelto la lucidez seguro que ha reflexionado y ha llegado a la conclusión de que lo dejaba todo en buenas manos: en las de Anna y en las de Moncho, el segundo de sus tres hijos, el sucesor, el que sigue sus pasos; sin olvidarse de sus hijas Tara y Yamuna, de sus seis nietos y de los millones de personas en todo el mundo que nunca permitirán que se extinga ni su memoria ni su obra.
Aún recuerdo aquella entrevista que le hice en 1998, allí en la India, cuando me dijo que ya había elegido el lugar donde descansaría cuando se fuera. Está, me dijo, en la ladera de una de las montañas que rodean Anantapur. No quería que se convirtiera en lugar de peregrinaje pero sí que cuando las gentes pasen por su lado puedan decir: «Allí está Vicente». Y será verdad porque Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño, nunca se irá de Anantapur. Permanecerá allí, siempre terco, inagotable e indeleble en la ladera de esa montaña, hasta que averigüe por sí mismo que el milagro era él.
Fernando Baeta
La bendición de los pobres
El 9 de abril de 1920, mientras la India seguía bajo el dominio de Reino Unido, nacía en Barcelona Vicente Ferrer, sin saber que su vida quedaría para siempre ligada a este país. Pero esto sucedió tres décadas más tarde de su nacimiento.
Antes, Ferrer vivió la experiencia implacable de la Guerra Civil Española. Fue llamado a filas republicanas cuando sólo tenía 17 años. Inmerso en la 'Quinta del Biberón', la 60ª División, estuvo en lo que algunos han descrito como una de las contiendas más sangrientas del conflicto, la batalla del Ebro. Cuenta Alberto Oliveras en su libro 'La revolución silenciosa', que allí descubrió un jovencísimo Vicente la verdadera crueldad del ser humano.
Después de la guerra, Ferrer comenzó sus estudios de Derecho con un ideal fijo en la cabeza, y que le acompañaría durante toda su vida: poder ayudar a los demás. Pero en el camino del estudiante se cruzó la Compañía de Jesús, orden que defendía todo por lo que Vicente Ferrer quería luchar en su vida, por construir un mundo mejor. Dejó los estudios y se hizo misionero.
Fue el 13 de febrero de 1952 cuando la vida del misionero jesuita se unió para siempre a las gentes de la India. Llegó al país asiático con el objetivo de completar su formación espiritual y, rápidamente, en Manmad entró en contacto con los más pobres, volcándose en iniciar su propia guerra: la guerra contra la pobreza y el dolor.
Su labor constante con los campesinos despertó la ira de la clase dirigente, y en 1968 fue expulsado del país. Ferrer fue testigo de cómo su apoyo a los más desfavorecidos era recíproco, de cómo se había ganado con su trabajo diario el respeto de miles de personas. A sólo dos días de tener que abandonar la India, más de 30.000 campesinos recorrieron 250 kilómetros entre Manmad y Mumbai para exigir Justicia.
El misionero se despidió de la muchedumbre que decidió acompañarle al aeropuerto con una única frase: «Ya vuelvo... esperadme». Promesa que terminaría cumpliendo con la ayuda de Indira Gandhi. A su vuelta, sólo un estado indio estuvo dispuesto a acogerle: Andhra Pradesh. Se instaló en una tierra inhóspita y paupérrima, Anantapur, donde algunos políticos siguieron obstaculizándole el camino.
Lejos de rendirse, en 1970 fundó Rural Development Trust (RDT), una organización para contribuir al desarrollo de Anantapur. Ese mismo año, el misionero abandonó la Compañía de Jesús y se casó con una periodista inglesa, Anne Perry. Fue en 1996 cuando creó su propia fundación, la Fundación Vicente Ferrer, con la intención de dar una continuidad económica a su importante labor humanitaria en la India. En 1998, sus esfuerzos fueron reconocidos con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
Yasmina Jiménez
Una 'comuna' de más 2,5 millones de personas
Han sido más de 55 años de trabajo para los más desfavorecidos. Cerca de seis décadas en los que la Fundación Vicente Ferrer ha llevado la solidaridad a una de las zonas más deprimidas del planeta: La India. Y en concreto, a la región de Anantapur, un área de 19.130 km2 y cuatro millones de habitantes, de los que más de la mitad —2,5, según la Memoria 2008 de la Fundación— se han beneficiado de su labor.
El trabajo de Vicente Ferrer se ha centrado en las personas consideradas 'sin casta' —los llamados en La India 'dálits' o 'intocables'—, a los que históricamente se ha condenado a los trabajos más duros. Además, en el año 2005 incluyó entre sus beneficiarios a los grupos tribales y los miembros de la denominada 'backward cast', gente muy humilde que padece una clara situación de marginalidad. Las cifras dejan constancia de su legado:
SANIDAD. Vicente Ferrer ha construido en Anantapur 11 clínicas rurales que permiten a los pacientes recibir tratamientos básicos sin necesidad de desplazarse. Los casos más graves se atienden en los centros hospitalarios de la Fundación: tres hospitales generales, un centro de planificación familiar y otro de atención para enfermos de VIH. Para cubrir su gran demanda de personal sanitario, en 2004 se puso en marcha la Escuela de Enfermería de Bathalapalli. Además, se ha trabajado en la construcción y mantenimiento de pozos y canalizaciones para facilitar el acceso al agua potable y reducir así las infecciones.
EDUCACIÓN. El programa educativo se inició en 1978 con una campaña para concienciar sobre la importancia de la escolarización. Los niños de las comunidades más pobres contaban con un problema de base: su falta de preparación previa respecto a los de castas superiores, lo que provocaba serias dificultades de adaptación. Por esta razón, la Fundación estableció una red de escuelas complementarias, en la que los alumnos reciben el soporte necesario para seguir sus estudios en las escuelas gubernamentales. Todos los niños escolarizados reciben anualmente material escolar, uniformes y 700 rupias para su cartilla de ahorros. Además, con el objetivo de igualar la tasa de alfabetización femenina con la masculina, en 1999 se creó un proyecto específico para apoyar a las niñas que han abandonado los estudios por motivos familiares.
Según los últimos datos de la Fundación (a 31 de diciembre de 2007), hay 157.000 alumnos de educación primaria y secundaria beneficiados. Además de 432 estudiantes preuniversitarios becados y 313 universitarios que reciben ayudas. En total, se han apadrinado 135.500 niños.
DISCAPACITADOS. La tasa de personas con discapacidad es especialmente elevada en Anantapur. En 1987 se puso en marcha el programa para personas con discapacidad con el objetivo de solventar la discriminación que sufren. Para aumentar su movilidad, se organizaron talleres de ortopedia y rehabilitación para la fabricación de prótesis, muletas y triciclos, así como centros especiales para niños. La Fundación cuenta con centros residenciales para niños especializados en discapacidad en los que ofrece cobertura a más de 1.200 personas.
VIVIENDA. La Fundación ha dotado de una vivienda digna a más de 22.000 familias de Anantapur. En conjunto, se han construido 26.001 viviendas, de las que 1.339 se han adaptado para personas con discapacidad (cifras a 31 de diciembre de 2007).
ECOLOGÍA. Se han plantado 2.749.840 árboles frutales.
Según cifras de agosto de 2008, este trabajo ha sido posible gracias a Vicente Ferrer y a la aportación de los 155.298 colaboradores con los que cuenta la Fundación.
Raquel Quílez
http://www.elmundo.es/especiales/2009/06/solidaridad/vicente_ferrer/index.html
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