Varios agentes inspeccionan los restos del vehículo de Eduardo Puelles, destrozado tras los efectos de una bomba lapa - Telepress photo
Con el asesinato de Eduardo Puelles García, ayer día 19, son ya 856 las personas asesinadas por el grupo terrorista desde 1960. En todo este tiempo, y a pesar de la dolorosa letanía de muertes, la política antiterrorista ha mejorado su eficacia debilitando enormemente a una banda que, no obstante, todavía es capaz de asesinar. Esta capacidad para la cual no es precisa una enorme fortaleza no debe servir para maquillar la debilidad de un grupo terrorista que, sin duda, atraviesa una profunda crisis derivada de la presión policial y judicial que sobre ella se ejerce. Una de sus manifestaciones es particularmente preocupante para los terroristas, pues cada vez son detenidos con mayor rapidez. Además, después de tantos años de combate antiterrorista, podemos constatar que el debilitamiento de la banda es directamente proporcional a la intensidad de la presión que desde el Estado se impone y a la negación de expectativas de éxito para ETA.
Sin embargo, existe un ámbito en el que la respuesta antiterrorista expone un déficit que entorpece los logros de la política contra ETA. Desgraciadamente han sido escasos los esfuerzos del Gobierno vasco y del español por diseñar una estrategia frente a la radicalización de individuos dispuestos a asesinar a sangre fría a un ser humano como Eduardo Puelles. Contrasta esta importante carencia con el interés que ha suscitado esta dimensión tras la consolidación de la amenaza del terrorismo yihadista a raíz de los atentados del 11 M. Numerosos están siendo los recursos dedicados al estudio y prevención de la radicalización yihadista, cuestión que se ha convertido en prioritaria para nuestro Gobierno y muchos otros. En cambio, las autoridades españolas y vascas carecen de una estrategia frente a la radicalización de extremistas que asesinan en el nombre de una causa nacionalista. Es más, desde las instituciones vascas el nacionalismo representado por PNV y EA ha fomentado durante años la radicalización de quienes persiguen fines compartidos, si bien a través de medios diferentes.
La ideología nacionalista constituye un elemento homogeneizador de una población heterogénea en su caracterización social que encuentra en el nacionalismo un denominador común y aglutinador. Ese es el motivo por el que Juan María Atutxa llegó a asegurar que «un nacionalista combatiendo a ETA le daña más en su raíz y en su corazón», pues de ese modo se neutralizaría el argumento etarra del «avasallamiento español» (El País 15/2/93). En contra de esa lógica el nacionalismo no violento ha aportado durante años una peligrosa cobertura política e ideológica al nacionalismo violento. Así lo ha hecho a través de las constantes y serias deslegitimaciones del marco estatutario del que emanaba su autoridad al frente de las instituciones vascas y mediante el cuestionamiento incesante de la democracia española. Unas declaraciones de Xabier Arzalluz en abril de 1994, que también podrían atribuirse en forma similar a otros dirigentes nacionalistas, reflejan cómo un determinado discurso radical favorece la instrumentalización del nacionalismo en beneficio de quienes finalmente recurren al terrorismo: «Que no nos vengan diciendo que sin la violencia se puede defender cualquier cosa, porque cuando defendemos algo que viene de nuestra propia libertad y en lo que los nacionalistas creemos se nos echa todo el mundo encima porque son de otra patria». Esta retórica, o la que ha descalificado la Ley de Partidos y otras eficaces y necesarias medidas contra ETA como decisiones «políticas» y «anti democráticas», es idéntica a la que el terrorista utiliza con el fin de presentar el asesinato de Eduardo Puelles como necesario.
Los constantes agravios de los que se ha alimentado el victimismo articulado por el nacionalismo no violento han servido también para que el terrorismo haya sido interpretado por sus perpetradores como eficaz. Desde la perspectiva de jóvenes adoctrinados en una ideología nacionalista y socializados en una subcultura de la violencia y del odio a «lo español», el terrorismo etarra representa la vanguardia reveladora de la ineficacia de esos nacionalistas no violentos que comparten con ETA las mismas denuncias hacia una democracia española siempre cuestionada desde el nacionalismo. El entramado ideológico y discursivo construido por el nacionalismo vasco aporta una útil retórica autojustificativa y legitimadora de las acciones puramente criminales llevadas a cabo por fanáticos como los que ayer se cobraron su última víctima.
Aunque el nacionalismo no violento insiste en su condena pública del terrorismo, la defensa de los principios que propugna deriva a menudo en una lógica fundamentalista, convirtiendo a la ideología nacionalista en un vehículo facilitador para la inmersión en un ideario radical sustentador de la violencia etarra. En consecuencia, el fanatismo se ha consolidado en la sociedad vasca con la aquiescencia de relevantes referentes políticos y religiosos, así como del sistema educativo y de los medios de comunicación. Debe subrayarse que la radicalización violenta es la conclusión de un proceso que gradualmente progresa hacia sus estadios más peligrosos gracias a actitudes de ambigüedad hacia el terrorismo como las que abundan en la sociedad vasca. Sirvan de ejemplo las pastorales de destacados religiosos en el País Vasco en las que la violencia de ETA ni siquiera aparecía mencionada, cuando no era contextualizada y equiparada con acciones legítimas y legales de un Estado democrático.
En diciembre de 2007 el Parlamento vasco ofrecía otro indicador de esa radicalización al patrocinar una declaración de estudiantes de seis centros escolares sobre la construcción de la paz. En el texto, los estudiantes se comprometieron a promover «más oportunidades de diálogo», rechazando los «comportamientos fascistas» de quienes «no respetan Euskal Herria». También constituye otro signo de deriva radical el etnicismo excluyente de quienes criticaron a dirigentes del Partido Popular por hacerse una foto con la camiseta del Athletic en San Mamés con argumento tan xenófobo como el siguiente: «Rajoy necesita esta foto, pero nosotros no, porque somos de aquí».
La interrelación entre el terrorismo etarra, la radicalización estimulada desde diversos estamentos y el adoctrinamiento de adolescentes en una subcultura del odio y de la violencia se apreciaba también en la profanación de la tumba del concejal Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA. Con motivo de aquel despreciable acto, Josu Ugarte, director de la ONG Bakeaz, declaró: «En las aulas vascas es más sencillo hablar de Palestina y de Darfour que del propio problema que soporta Euskadi, pues se piensa que acercarse a este asunto genera más conflictividad». Denunciaba por ello las preocupantes carencias de un sistema educativo que rehúye el conocimiento de las víctimas del terrorismo y, por tanto, la empatía con ellas.
El primer Gobierno vasco no nacionalista dirigido por Patxi López tiene ante sí el desafío de un terrorismo decadente complementado con el reto de la radicalización de una parte de la sociedad que amenaza con perpetuarse si persiste la inacción ante los factores que la provocan. Por ello una de las prioridades de la política antiterrorista del Gobierno vasco y del español debe ser la prevención y desactivación de esa radicalización. De ella brotan las raíces que alimentan el fanatismo radical de quienes siguen justificando el asesinato de un ciudadano vasco, padre de dos hijos, vilmente deshumanizado por sus asesinos por ser miembro de la Policía.
Rogelio Alonso
Profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos
www.abc.es
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