Francia, y muy especialmente la derecha francesa, asumen de nuevo el liderazgo en la defensa de la igualdad de las mujeres musulmanas. Pero incluso Sarkozy y la derecha francesa, tan por delante del resto de las democracias en esta imprescindible batalla, tienen miedo a llamar a las cosas por su nombre, a llegar hasta el fin en la denuncia de esta vergüenza tolerada en Europa. Me refiero al argumento esgrimido para proponer la prohibición del burka en la calle y, quizá, del niqab. Que el burka es una cárcel, un calabozo, un ataúd, un signo de esclavitud de la mujer.
¿Y por qué no lo es el pañuelo o el hiyab, prohibido en Francia en la escuela y en las instituciones pero no en la calle? No es la opresión física el problema del burka. Puestos a encontrar tortura física causada por la vestimenta, también podríamos impedir los tacones femeninos o la ropa para cuerpos semianoréxicos. El problema del burka es de valores, el mismo que el del pañuelo, aunque su uso sea menos molesto. Los valores de la discriminación de la mujer.
Ya se utilizó la excusa de los signos religiosos para prohibir el pañuelo en la escuela. Cuando de lo que se trataba era de la única religión que impone signos de discriminación a las mujeres. Y ahora volvemos al argumento indirecto de la tortura física. Mejor dicho, vuelven en Francia. Porque nuestro Gobierno, que tanto presume de liderazgo feminista, tolera la desigualdad de las mujeres musulmanas. Por las mismas razones por las que calla ante la represión en Irán.
Edurne Uriarte
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco
www.abc.es
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