La percepción de Irán como una teocracia dirigida por un uniforme ejército de sombras, de obtusos clérigos de pensamiento único, puede ser muy engañosa. Cuando tomó el relevo de Jomeini, el actual líder espiritual iraní, Alí Jamenei, no pasaba de ser una «medianía» muy cuestionada por el clero de su país. Hubo contra él una corriente crítica, que ha estallado en estos días. Pues no deja de ser sintomático que Musavi haya acudido a los clérigos de Qom para defender a esos jóvenes que piden libertad.
Para compensar su débil autoridad religiosa, Jamenei buscó el apoyo de la Guardia Revolucionaria, el principal cuerpo militar del país. El propio Ahmadineyad perteneció a la élite de los «Basij» en los Guardias de la Revolución. Y con él como presidente, los veteranos de la guerra de Irán e Irak pasaron a controlar los principales resortes del poder económico y a ganar más y más poder político. Ahmadineyad se ha ido convirtiendo así en una suerte de Chávez iraní, con un poder cada vez más basado en los militares de la Guardia Revolucionaria y una retórica populista que nada tiene que ver con las sutilezas del chiísmo.
El principal sostén religioso de Musavi es el ayatolá Rafsanyani, un clérigo sofisticado, escurridizo, idóneo para intentar convencer a los religiosos de Qom de que con el «chavismo» de Ahmadineyad el poder será de los militares y no de los religiosos.
El chiísmo ha sido tradicionalmente contrario a que los religiosos se involucren en política. La revolución de Jomeini rompió esa tradición. Pero, desde entonces, las opiniones políticas de los clérigos se han hecho cada vez más divergentes y contradictorias. La guerra caliente con Irak y la guerra fría con EE.UU. mantuvo cerrado el debate. La distensión de Obama lo ha abierto. Hay muchos religiosos inmovilistas, pero también los hay muy descontentos con este rampante chavismo, medio militar medio demagógico.
Alberto Sotillo
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