En la Universidad del Cairo, Barack Obama incurrió en su más grave error de cálculo. Fue un discurso sorprendente. Por lo mal preparado. Un presidente de los Estados Unidos tiene a su disposición el más espectacular depósito de saber del mundo: las grandes universidades americanas. Ciertos disparates le están vetados. Puede, así, que los conocimientos sobre el Islam de George Bush, en vísperas del ataque contra Manhattan, fueran escasos. Sus discursos, sin embargo, apenas pasadas cuarenta y ocho horas, contenían análisis sobre el horizonte yihadista de una complejidad y una precisión absolutas. No puede ser de otra manera, cuando de las palabras del que habla depende la actuación de la única potencia que en el mundo está dispuesta aún a dar combate por la democracia. En la Universidad del Cairo, no sólo hizo Obama el espantoso ridículo -al cabo, inofensivo- de confundir fechas e historia de la España medieval que cualquier crío sabe; no sólo desbarró, al hablar del Renacimiento y la Ilustración europeos en términos que hubieran acarreado el suspenso a un alumno de bachillerato. Hasta ahí, la cosa fue una mezcla de jactancia y frivolidad sin mayor consecuencia. Lo grave, lo más grave, vino al hablar de Irán. Donde el diletantismo del Presidente se reveló tan huero como en sus digresiones históricas. Pero, en el más alto grado, peligroso.
Estaba evocando Obama la «fuente de tensión» que la búsqueda de armas nucleares había generado entre su país y la República Islámica de Irán. Y ofrecía un acuerdo de buena voluntad para solventarla: «En vez de permanecer atrapados en el pasado, les he dejado claro a los líderes y al pueblo de Irán que mi país está dispuesto a dejar eso atrás. La cuestión ahora no es a qué se opone Irán, sino, más bien, qué futuro quiere forjar. Será difícil superar décadas de desconfianza, pero avanzaremos con valentía, rectitud, y convicción. Habrá muchos temas que discutir entre nuestros dos países, y estamos dispuestos a seguir adelante sin precondiciones, basados en un respeto mutuo. Pero no hay duda para quienes se ven afectados, que en cuanto a las armas nucleares, hemos llegado a un punto decisivo. No se trata sólo de los intereses de Estados Unidos. Se trata de evitar una carrera de armas nucleares en el Oriente Medio que podría llevar a esta región por un camino sumamente peligroso».
Es la de Obama, ese día, una de las más tiernas proclamas de debilidad ante el enemigo que hemos oído, en boca de un presidente estadounidense, desde hace muchos años. Tal vez, desde la pusilánime política iraní de Jimmy Carter, a la cual debemos la segunda, que se hubiera creído de verdad el cálculo de quienes veían posible un trastrueque electoral de la teocracia iraní. Lo primero, revelaría una frivolidad peligrosísima. Lo segundo, un resquebrajamiento inaudito en los equipos de analistas de la Casa Blanca. Cualquiera de ambas hipótesis da miedo.
Teherán respondió el lunes. Ni Ahmadineyad, ni el Consejo de los Guardianes, ni el Jefe espiritual Jamenei van a ceder un paso. Irán es una locomotora, lanzada sin frenos hacia la guerra. Nuclear. Por supuesto, en muy buena proporción, el desastre que se incuba en la zona.
Sólo caben dos hipótesis para una tal exhibición de flaqueza ante líderes religiosos y políticos que, como los iraníes, tuvieron siempre clara su voluntad de avanzar hacia el conflicto total, allá donde el menor punto de indecisión contraria se lo permitiera. La primera es que, en efecto, Obama hubiera prescindido de especialistas y asesores, para dar curso a ese angelismo retórico para el cual es hombre extraordinariamente dotado.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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