Cuando a Sir Isaiah Berlin le preguntaban –lo que sucedía bastante a menudo– a qué atribuía su facilidad para meterse en la cabeza de aquellos pensadores, escritores, filósofos a los que dedicó más de la mitad de su vida para comprender y explicarlos a terceros, solía responder con esta frase: "Human beings are my landscape". |
Qué importa que la frase no sea de su magín: por él y alguno de sus acólitos, ha sido atribuida a una variedad inverosímil de personajes, de Hegel a Robert Frost. El caso es que Berlin se sintió siempre atraído y fascinado por las personas. Pero ojo: no por grupos o clases o conjuntos de personas, sino por cada una de ellas. Por separado e individualmente. Que de la observación de la individualidad –eso sí, de individuos ejemplares: filósofos y escritores, restricción que se espera nadie ose reprocharle– extrajera lecciones aplicables a cualquier persona, y que de esas lecciones derivara algunos matices que han renovado profundamente algunos conceptos clave de la teoría política, como libertad o pluralismo de los valores, sólo quiere decir que el pensamiento de Berlin ha cambiado nuestra manera de ver y comprender el mundo donde nacieron esos conceptos. Que sigue rigiendo el que nos rodea.
Esta es la actualidad de Berlin. A la que volveré dentro de un rato, cuando haya cumplido con la obligación de retomar algunas obviedades biográficas inevitables, tanto por la propicia efeméride como por este medio, vulgo periodístico, que en su mismo nombre ya lleva este tipo de penitencias. Los datos biográficos, de todos modos, son conocidos, y quien aún no los maneje los encontrará fácilmente en cualquiera de algunos de nuestros hoy habituales paisajes, impresos o virtuales.
Sólo recordaré los pasos iniciales de Berlin y adónde lo condujeron. Que nació el 6 de junio de 1909, en una familia judía acomodada y perfectamente asimilada (es decir, no practicante) de Riga. Que se trasladó a Petrogrado justo a tiempo para asistir a la Revolución y sus sangrientos encantos. Que tuvo la suerte, en 1921, de abandonar la cantera de la perfecta sociedad bolchevique para fijar su definitiva residencia en Inglaterra. Que su hijo único, Isaiah, no tardó en hacer suyo este país y su cultura. Y que los dos se adoptaron mutuamente y sin reservas, al punto de confiarle una misión diplomática en Washington el gabinete presidido por Churchill, tras la venturosa dimisión de Neville Chamberlain en mayo de 1940, y de otorgarle la reina Isabel II la dignidad de caballero del reino.
Pero hay un dato que aparece en todas sus biografías y que, sin embargo, es difícil considerar sólo como tal. Berlin "subió" a Oxford, como aún se decía con toda propiedad hasta 1940, donde "leyó" (es decir, estudió) Greats (verbigracia, Clásicas) y PPE (o sea, Filosofía, Política y Económicas), y fue admitido, a los 23 años, como Fellow de All Souls. No me pidan que traduzca Fellow en este contexto, porque la realidad a la que el término remite, además de ser idiosincrásicamente británica, es tan alejada de las costumbres universitarias de nuestro tiempo, incluso de las más civilizadas del Oxford o el Cambridge actuales, como puede serlo una persona racional de alguien que consulte a diario su horóscopo. O vote al PSOE o al PP, o a cualquier otro partido político, porque piense que sus condiciones materiales cambiarán con sólo hacerlo.
Entre las muchas lagunas editoriales de España, que nunca me cansaré de lamentar y denunciar, hace tres días descubrí ésta: desde 1982, año de su primera publicación en Alianza, no ha vuelto a editarse en este país la biografía de A. J. Ayer, Part of My Life. Por descontado, aquella primera edición española está descatalogada. (Por cierto: en Amazon veo que este libro también se ha convertido en una rareza para los anglos).
¡En qué mundo vivimos! Estamos rodeados, qué digo rodeados: asediados por aguerridos defensores de la realidad, que en su nombre son capaces de ensalzar la última biografía y el más reciente dietario de amigos y colaterales. Y en el que, al mismo tiempo (¿causa y efecto?), se ha vuelto punto menos que imposible leer la mejor autobiografía del siglo XX. And I don't mince my words: Una parte de mi vida, de Alfred Julius Ayer, es, con diferencia, el mejor escrito autobiográfico del pasado siglo. En comparación, los épanchements a los que los franceses son tan impúdicamente dados, o la reciente y verde (de "brotes verdes", entiéndase) querencia de algunos españoles con el género, quedan en meritorios, ciertamente, pero también liliputienses tentativas de elevarse al más ingrato y exigente de los géneros.
Lástima, sí. Porque una de las mejores semblanzas de Berlin es la que da Ayer en su parcial autobiografía, al evocar la impresión que le dejó su primer encuentro en Oxford con su contemporáneo, cuando los dos tenían veinte años:
Puede decirse de Isaiah Berlin lo que Samuel Johnson decía de Edmund Burke: que es "un hombre que, si te tropezaras con él por vez primera en la calle justo cuando una recua de bueyes estuviera pasando y los dos os hubierais apartado, al cabo de cinco minutos de conversación te habría dicho tales cosas que, al despediros, lo primero que pensarías es: acabo de conocer a un hombre extraordinario".
Y lástima, sobre todo, porque el carácter y perfil intelectual de Isaiah Berlin es el resultado de aquel Oxford que aún estaba a caballo entre la institución aristocrática que conoció Oscar Wilde y el mayor semillero de comunistas ingleses que acabó siendo en la década de 1930.
Otra semblanza, debida esta vez a Virginia Woolf. Uno de los escritores más admirados por Berlin. Unos brochazos, en una carta escrita en diciembre de 1933 a Quentin Bell, sobrino de la escritora, pocos días después del primer encuentro en Oxford (recuérdese que Berlin, por aquel entonces, no había cumplido 24 años):
Ahí estaba el gran Isaiah Berlin. Con su aspecto, me atrevo a decir, de judío portugués. La luminaria de Oxford. Comunista, me parece. Un apasionado radical.
En 1933 hacía un año que Berlin había obtenido su primera plaza de Fellow. No sólo por su juventud, aquello fue una hazaña: era la primera vez que All Souls admitía a un judío en su nómina de docentes. Pero hazañas étnico-religiosas aparte, Berlin fue parcialmente responsable de lo que después se dio en llamar, pomposamente, "la escuela de Oxford": un grupo de filósofos, rabiosamente antimetafísicos pero menos proclives al rigorismo del positivismo lógico que sus coetáneos de Cambridge, adquirió la costumbre de reunirse semanalmente en el apartamento de Berlin en All Souls para debatir informalmente sobre lo que había que entender, por ejemplo, por una frase como ésta: "El verde es más como el azul que como el rojo". Poca broma: los miembros de aquellas conviviales sobremesas (además de Ayer, estaban Austin y Stuart Hampshire) acabarían produciendo algunos de los análisis filosóficos más incisivos del siglo XX.
Berlin, aparentemente, estaba destinado a hacer carrera filosófica en este terreno o aledaños. Pero resultó ser más zorro que puercoespín, y sus intereses eran más diversos y heterogéneos que los que caben en las provincias de la filosofía del lenguaje o de las ciencias o el análisis formal del sentido. Su primer libro ya fue una declaración de principios zorruna: una biografía de Marx. En la década de 1930, todo el mundo hablaba de Marx. Al menos en Oxford. Y Berlin pensó (no invento nada, son sus palabras): "Si no escribo algo sobre él, jamás lo leeré. Porque había empezado a leerlo y me había parecido espantosamente tedioso". Así que leyó todo Marx: en alemán, en inglés, en ruso. Y por primera vez hizo lo que mejor sabía hacer: entrar en la cabeza de un pensador y descubrir por qué pensaba como pensaba. De esa primera experiencia salió con una imagen bastante clara de Marx:
Me pareció un individuo más bien desagradable: pomposo, pesado, muy inteligente. Aplastante, diría. Dado a hacer bromas pesadas, en plan alemán, y bastante buenas. Pero siempre con afán de intimidar. Sin interesarle lo que puedan pensar los otros, sólo atento a imponer sus ideas.
Berlin trabajó, de 1941 a 1944, para el gobierno de Su Majestad. Primero en Nueva York, pero la mayor parte del tiempo en Washington. Sus informes semanales remitidos al Foreign Office orientaron, en buena medida, las cruciales relaciones entre Inglaterra y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Esta experiencia, sumada a los consejos del logicista americano H. M. Sheffer, lo convencieron de dos cosas: que la política profesional es despreciable pero necesaria, y que su campo de trabajo era la historia de las ideas. O la teoría política.
A Berlin le debemos dos conceptos fundamentales: el de libertad negativa versus libertad positiva y el del pluralismo de los valores. Que nada tiene que ver con el relativismo moral. El pluralismo, según Berlin, quiere decir, llanamente, que los intereses y valores de los hombres no siempre coinciden, ni tienen por qué coincidir. Henry Hardy (que es algo así como el Boswell de Berlin) resume en qué se diferencia el pluralismo del utilitarismo:
El utilitarista es un granjero dedicado exclusivamente al cultivo de manzanas, así que lo que le interesa es encontrar la manera de cultivar la mayor cantidad de manzanas y en las mejores condiciones. Mientras que el pluralista puede que tenga un par de manzanos, pero también tiene otros frutales que atender, así que su problema, en el caso de las manzanas, es encontrar la manera de que sus manzanos no dañen sus otros cultivos.
De aquí se desprende la importancia, para Berlin, de lo que llamaba "the tragedy of choice". No se escoge siempre (casi nunca) entre lo que es bueno y lo que sea malo, sino entre varias posibilidades, cada una de las cuales puede ser buena. Pero eso no quiere decir que Berlin fuera un relativista, en el sentido de que diera por buena cualquier choice. Para Berlin, "los valores son inconmensurables: no hay moneda con la que puedan ser comparados o cambiados". Pero, al mismo tiempo, los valores plurales también son objetivos y universales: está en la naturaleza del hombre tener valores plurales, pero también perseguir unos antes que otros. Mientras que para el relativista no hay justificación posible para tal o cual valor, salvo el hecho de que sean subjetivos.
De ahí, en última instancia, la importancia de la libertad negativa: todo ser humano, a lo largo de su vida, se ve confrontado más de una vez con la necesidad de optar entre valores diferentes. Por ello es fundamental que pueda gozar de la mayor libertad posible para hacerlo, y que no sea intimidado u obligado por otros que piensan poseer la verdad o el mejor sistema de valores.
El pensamiento de Berlin ha sido caricaturizado, tanto desde la izquierda como desde la derecha. El primer bando le reprocha su escaso compromiso con las causas sociales (Tony Blair, recién llegado a Downing Street, le escribió una carta para invitarle a sumarse a la tercera vía, que Berlin, inteligentemente, dejó sin respuesta), y la derecha más obtusa, que nunca vinculara el concepto de libertad negativa al liberalismo económico.
En España, la recepción de Berlin ha sido inexistente. Se cita su nombre, se alude a éste u otro concepto suyo, pero casi siempre con afanes e intereses partidistas. Los ejemplos abundan, de Ridao a Ovejero. Fernando Savater lo ha leído, sin duda, y también sin duda ha extraído de él no pocas lecciones éticas. Aunque no lo reconozca explícitamente.
Si de algo ha de servir este centenario, que sea para leer, sin anteojeras, a Sir Isaiah.
Ana Nuño
http://revista.libertaddigital.com
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