En esta era Ana Frank habría escrito su diario en un blog y desde su escondite se habría comunicado con el mundo por medio de internet. Era vivaz, curiosa, incluso su hermana mayor, Margot, le habría reprochado ser una niña entrometida.
Como demuestran las imágenes que millones de usuarios han visitado en las últimas semanas en YouTube, nada le resultaba ajeno: doce de julio de 1941 y Ana se asoma a la ventana del domicilio familiar en una calle de Ámsterdam. Una de sus vecinas se casa ese día y no quiere perderse el feliz acontecimiento. La muchacha intercambia miradas de complicidad con otras mujeres que también observan a los novios. Son apenas veinte segundos y la pícara hija de Otto y Edith Frank parece disfrutar de una tarde fresca de verano. Los transeúntes pasean con gabardinas y un adolescente cruza la calle en bicicleta.
Justo un año después, el 6 de julio de 1942, la familia Frank se ve obligada a esconderse en el anexo de la oficina de Otto. El cerco nazi se cierra y es preciso ocultarse hasta que lleguen tiempos mejores. Sabemos por el diario que Ana comenzó a escribir desde su escondite, que al principio se le hace muy difícil adaptarse a una existencia enclaustrada. Porque Ana Frank era extrovertida y lo cuestionaba todo. En su dietario a veces se muestra rebelde y dispuesta a enfrentarse a la autoridad de sus padres. El anexo la asfixia y es una joven inquieta con una temprana vocación literaria.
Ana Frank se marchita en aquella guarida a pesar del breve romance con el hijo de los Van Pels, también atrapado en esta cárcel voluntaria para escapar del exterminio. Le proporcionan consuelo las golosinas y los libros que le lleva la buena de Miep –la samaritana holandesa que hasta al final protegió a los Frank–, pero ella quisiera rebobinar al verano anterior, cuando era libre y desde su ventana ve pasar a los novios.
¿Cuántas veces hemos visto la famosa foto de Ana Frank en la portada de su célebre diario? No era precisamente guapa, pero sus ojos oscuros despiden la intensidad de una inteligencia aguda. Iba para escritora. Tal vez periodista. Su pluma se afila en el encierro, ávida de emociones fuertes y el regreso a su barrio, donde un año antes le había deseado suerte a la pareja desposada.
Recuerdo cuando visité con mis padres y mi hermano el museo de Ana Frank. Tendría unos doce años, la misma edad de ella aquel feliz verano asomada a la ventana. Vimos un recinto transformado en santuario de su memoria. Un pequeño busto de Ana presidía el reducido espacio oculto tras un estante. Había leído el diario de aquella niña precoz y todavía hoy me estremezco al recordar aquel lugar donde los Frank, los Van Pels y el dentista Fritz Pfeffer escuchaban cada noche la radio en busca de noticias alentadoras que llegaron demasiado tarde para ellos.
Mucho tiempo después de haber visitado el anexo en la hermosísima Amsterdam leí The ghost writer, de Philip Roth. Una formidable novela en la que el joven escritor Nathan Zuckerman descubre en la casa de su ídolo, el autor E.I. Lonoff, a una misteriosa mujer que podría ser, según especula el protagonista de la historia, la mismísima Ana Frank bajo el falso nombre de Amy Bellete. En una brillante vuelta de tuerca Roth juega con la idea de que Anne sobrevivió al Holocausto pero, al conocer el impacto que ha tenido la publicación de su diario, decide hacerle creer al mundo, y a su padre Otto, el único superviviente del grupo, que no salió con vida del campo de concentración. La Ana Frank ficticia comprende que su mayor valor es el testimonio de su martirologio frente a la barbarie del nazismo. Todos sabemos que en realidad murió de tifus en Bergen-Belsen poco antes de la liberación de la Europa ocupada. El 4 de agosto de 1944 la Gestapo había irrumpido en el anexo, donde permaneció olvidado su diario hasta que lo halló Miep.
Este año Ana Frank habría cumplido ochenta años. Seguramente habría sonreído viéndose en una película casera cuando era una chiquilla asomada a la ventana una tarde de verano. Hacía fresco en la ciudad y Ana no quería perderse la boda de su vecina.
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