Obama es uno de esos americanos amantes de Europa, del vino en las comidas y del multilateralismo en la diplomacia. Fácil es imaginar la ilusión con que se dispuso a codearse con los que preveía finos estadistas de Viejo Continente... y el estupor en que se sumiría tras ver cumplidas sus expectativas.
Se le presentó Silvio Berlusconi, primer ministro de la patria de Maquiavelo, con más kilos de maquillaje en el rostro que el Gustav von Aschenbach de Muerte en Venecia, haciendo cómicos aspavientos para ensalzar la belleza de la señora Obama y con ganas de abalanzarse sobre ella a ver si en el encontronazo pillaba cacho. Pocos días después recibió a ZP, fautor de la Alianza de Civilizaciones, estadista de la patria que un día fue centro del imperio de Felipe II. Pero ZP vino con la monomanía de que sólo quería una foto de familia. Y para la foto trajo a sus hijas ataviadas al Metropolitan como extras de una película de vampiros. Que si los Obama lo hubieran sabido ya habrían intentado estar más a tono con algo más «soul» y «exploitation». Y tras fijar las ineludibles citas para más fotos de familia en el futuro, va ZP y clama que hay que hacer desaparecer la dichosa fotografía. De lo más raro todo.
Pensaría Obama que la cosa sería más familiar con un estadista de cultura anglosajona, como el primer ministro británico, Gordon Brown, «premier» de la Reina. Y va Gordon y se le presenta con un careto funeral que asusta y una depresión de caballo porque lenguas anabolenas dicen que está tomando antidepresivos y el estadista es que se hunde cada vez que dicen que se deprime...
Y fin de fiesta: desde Oslo le comunican que ha sido premiado con el Nobel de la Paz. ¿Un galardón prematuro? Qué va, razona Obama: un premio muy merecido por la paciencia desplegada con todos esos estadistas que nos envía la «friki» Vieja Europa.
Alberto Sotillo
www.abc.es
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