Son sus horas más bajas. No le funciona el discurso ni la retórica, da bandazos políticos, sufre una intensa caída de popularidad y parece haber perdido la frescura en un mustio laberinto de fracasos e incoherencias. Aislado, enredado en un discurso casi automático de balbucientes frases huecas y a menudo contradictorias, zarandeado por las críticas de sus rivales y rodeado de la duda creciente de sus propios partidarios, con la oposición aventajándole en las encuestas, el presidente Rodríguez Zapatero atraviesa sus peores momentos de su estadía en el poder desde que ETA rompiese las negociaciones con el Gobierno en la primavera de 2007.
Entonces al menos, aunque la banda terrorista hizo trizas el objetivo principal de su primer mandato, el primer ministro español se mantenía a la cabeza de los sondeos de valoración y contaba con la comprensión de muchos ciudadanos en su intento de obtener una salida pactada al problema vasco; de hecho, fue capaz de remontar el golpe hasta volver a ganar las elecciones de 2008. Pero en este otoño de 2009 las nubes de la tormenta socioeconómica han oscurecido la confianza general y el presidente ha perdido la benevolencia de un país ensombrecido por la crisis. Su estado de gracia se ha difuminado hasta atascarlo incluso en el terreno que mejor domina, que es el de la política de gestos y sorpresas: no sólo no logra que calen sus mensajes, sino que se ha saboteado a sí mismo su presencia en las cumbres de Washington y Pittsburg por una inédita torpeza en el manejo de la imagen de su familia.
Dos derrotas electorales seguidas en la pasada primavera —Galicia y el Parlamento Europeo— han borrado su aura de vencedor intangible, y la demoscopia arroja un retrato negativo en el que ya no funciona el recurso carismático. Por primera vez en cinco años, al rechazo implacable de los sectores conservadores se une la crítica abierta de numerosos socialdemócratas y miembros de la inteligencia de la izquierda, así como la vacilación de la confianza de parte de su propio partido, que ha dejado de verle como un ganador y comienza a cuartearse en su cohesión y a cuestionar las posibilidades de permanecer en el poder si continúa la deriva de tropiezos y errores.
Si es cierto —y suele serlo— que las elecciones las pierden los gobiernos, el de Rodríguez Zapatero está manifestando signos claros de desfondamiento y zozobra, tercamente superado por la crudeza de la crisis. Limitándose a explotar su desgaste, la oposición le aventaja una media de tres puntos en las encuestas y apunta la posibilidad de abrir brecha. A ello se suman las críticas de una izquierda alarmada por el temor de que su escaso pulso ante la recesión le lleve a la derrota, y el desafecto de un influyente sector mediático vinculado al felipismo que se siente preterido por los favores del Gobierno a un nuevo grupo emergente de comunicación. La falta de sintonía del zapaterismo con la «vieja guardia» del PSOE es antigua, pero ha hecho crisis ante la evidencia de que el presidente ha dejado de escuchar los consejos senatoriales del gonzalismo; el abandono de varios ex ministros, manifiestamente descontentos ante el sesgo de la política económica, ha acentuado esa sensación de aislamiento típica de los segundos mandatos. En los círculos de influencia de Madrid se oye en estas semanas una crítica recurrente: el presidente no escucha. Se ha agarrado como el capitán Achab de «Moby Dick» al mástil de su soberbia.
Los resultados de esa estrategia de autoencierro no le acompañan. Sus escasas medidas anticrisis han naufragado tanto como sus repetidos diagnósticos optimistas, y han provocado una espiral de endeudamiento público que lastra la recuperación. La subida de impuestos aprobada en el penúltimo Consejo de Ministros ha desatado una oleada de descontento entre unas clases medias condenadas a pagar la factura de un gasto oficial disparado. El Gobierno ha manejado el asunto con falta de tacto y de fluidez, hasta conseguir que un incremento fiscal relativamente moderado aparezca como un recurso exagerado ante la pérdida de rumbo. Las contradicciones fueron evidentes desde que, el pasado verano, Zapatero decidió preparar el ambiente para la subida. Un descoordinado torrente de declaraciones ministeriales que chocaban entre sí ofreció al país la sensación de un claro desconcierto en el gabinete, mientras los sondeos se mostraban implacables: los ciudadanos rechazaban cualquier clase de aumento. La idea de improvisación se extendió tanto que el propio presidente sintió la necesidad de excusarse —en el mitin minero de Rodiezmo—, lo que no dejaba de ser un modo de admitirla. Un durísimo editorial crítico de «El País», en medio del conflicto de intereses originado por la adjudicación de la televisión digital de pago, fue interpretado unánimemente, a derecha e izquierda, como señal de abandono no sólo del poderoso grupo Prisa, sino del tardofelipismo en bloque. Ni siquiera la presencia en el Gobierno de Manuel Chaves, que se reunió con directivos del holding, pudo engrasar el desencuentro, que se ha extendido a numerosas personalidades de peso en el mundo socialdemócrata.
Quiebra de confianza
La quiebra de confianza es patente en los blogs y opiniones públicas —y sobre todo privadas— de antiguos dirigentes socialistas, como Joaquín Leguina o Jordi Sevilla, y hasta el ex vicepresidente Solbes se ha atrevido a cuestionar esta semana los Presupuestos recién presentados por su sucesora Elena Salgado. El comisario europeo Almunia y el gobernador del Banco de España, ambos socialdemócratas, expresan en alto críticas severas a la política económica española que coinciden con las de los satanizados líderes empresariales o bancarios. Incluso parte del electorado de izquierdas rechaza decisiones como la polémica autorización para abortar sin permiso paterno a las menores de 16 años, una medida incrustada en la futura ley por la ministra Bibiana Aído, icono político del estilo zapaterista. La gestión al frente del partido de otra favorita del presidente, Leire Pajín —directamente salpicada por la escandalosa moción de censura de Benidorm, urdida por su madre—, suscita críticas cada vez menos discretas.
El estado de colapso o catatonia se extiende por el Gobierno. La mayor parte de los ministros —en un gabinete que fue remodelado en abril, menos de un año después de su configuración—, salvo Blanco, Moratinos y Rubalcaba, andan a su aire, incomunicados con el presidente y con serias dificultades de interlocución con una vicepresidenta primera afectada de problemas de salud. La salida de Solbes de la vicepresidencia económica ha provocado un efecto político de enroque; pese a su estilo de galbana indolente, el exministro ejercía un papel de equilibrio y contrapeso técnico que se ha perdido con la llegada de Elena Salgado, en la práctica mera ejecutora de los designios presidenciales. De algún modo, la sensación dominante en los círculos de poder es que Zapatero, además del Ministerio de Deportes, ha asumido de hecho el de Economía.
Y lo hace apoyado en dos patas cruciales. De un lado, el ministro Miguel Sebastián, a quien da acceso áulico incluso durante sus vacaciones en Lanzarote. De otro, el líder de la UGT, Cándido Méndez, con quien ha establecido una suerte de pacto de hierro que le asegure la estabilidad social, empeñados ambos en que de ningún modo se repita la demoledora ruptura de 1988 entre partido y sindicato. A cambio, Zapatero ha inmovilizado su margen de maniobra y bloqueado cualquier clase de reforma estructural, obligado a incrementar las prestaciones sociales en un círculo infernal de paro-gasto-déficit-paro y más gasto que sacude la alarma de los sectores económicos, inquietos ante la falta de iniciativas de recuperación. Encerrado en un estrecho círculo de pretorianos —del que han sido paulatinamente excluidos incluso influyentes gurús como Andrés Torres Mora, antiguo jefe de gabinete en la oposición—, Zapatero toma decisiones a impulsos que extienden la sensación de improvisaciones continuas. El discurso de fondo que prevalece en su mente es el de la estrategia estática que inspiró Sebastián al comienzo de la crisis: esperar sin aflojar el gasto social el remolque de la UE y Estados Unidos y los indicios de recuperación previstos para finales de 2011 y 2012, para mantener el apoyo de una masa electoral hasta las elecciones del 12.
Pero los frentes se acumulan porque la falta de frescura del presidente le impide sacar partido a sus iniciativas. La fatiga de los materiales del zapaterismo se ha hecho patente. El discurso se ha anclado en frases vacías y demagógicas, como la de hacer frente a los «poderosos» o la insostenible dicotomía entre «ricos y pobres». Su fulgurante capacidad para la sorpresa parece agotada y cuestiona su margen de maniobra, basado en la cintura del líder y su carisma para la puesta en escena. Cuando es la puesta en escena lo que ya no funciona cunde una profunda sensación de vacío. «El problema no es que ya no saque conejos de la chistera —sentencia con lúgubre sarcasmo un viejo dirigente del gonzalismo—, sino que los que saca están muertos».
Aguantar «como sea»
La estrategia de aguantar «como sea» hasta 2012 obliga a Zapatero, además, a contorsiones parlamentarias con socios poco fiables, como ERC, cada vez más duros de convencer, pero sobre todo impone un difícil statu quo con el Partido Socialista de Cataluña, verdadero socio de coalición de esta legislatura. La intransigencia de Montilla y el tripartito catalán en la financiación autonómica ha colocado al Gobierno ante una complicada tesitura que hasta ahora ha capeado ocultando las cifras reales. En el horizonte se perfila un conflicto de graves proporciones si el Tribunal Constitucional —sometido a presiones inaceptables— anula aspectos clave del nuevo Estatuto. Para Zapatero, Cataluña resulta vital en las expectativas electorales, y hay elecciones previstas para el año que viene, ante las que las posibilidades del tripartito no están claras. Una alianza de gobierno de Convergencia con el PP situaría a los socialistas en el umbral de su desalojo de Moncloa.
Las expectativas de recuperación de la iniciativa gubernamental pasan por la Presidencia semestral de la UE, a partir de enero de 2010. El presidente espera que la cuota de protagonismo internacional coincida con los atisbos de recuperación económica, y pretende sacar partido mediático de sus citas con Barack Obama, la célebre «conjunción de líderes planetarios» anunciada por Leire Pajín entre la rechifla de la opinión pública. Es su gran baza estratégica, acostumbrado como está a reinventarse a sí mismo. Pero para ello necesita, en primer lugar, sacar adelante los Presupuestos este otoño, y en segundo término afinar un discurso que empieza a resultar hueco y cargante para muchos ciudadanos, que no aprecian nada sustantivo tras los mantras conceptuales —como el de la sostenibilidad y el cambio climático— tan gratos a Zapatero. Las apreturas de la crisis le han obligado a sacrificar las inversiones en educación e investigación, base teórica de su discurso reformista, mientras la Ley de Economía Sostenible, la última de sus apuestas para defender el mantra del «nuevo modelo productivo», permanece en un limbo de indefinición que hace temer otra gran maniobra de improvisación apresurada y forzosa.
Pérdida del fulgor carismático
Ocurre, además, que incluso en ese ámbito de la puesta en escena, en el que ha venido basando su dominancia política, ha caído en resbalones impensables. El modo en que gestionó la presencia de sus hijas en Washington ha supuesto un severo traspiés que le ha costado un doloroso —e injusto— zarandeo nacional, tanto más punzante por haberse centrado en el aspecto estético de su familia. Pero la brutalidad desmesurada del debate en Internet sobre la imagen de sus hijas no empece la evidencia del pésimo manejo del viaje, trufado de confusiones entre el espacio público y el privado e intentos de censura mediática que al final acabaron causando un alboroto que destrozó la oportunidad presencial de recuperar protagonismo en la escena extranjera. Una cumbre minuciosamente preparada en Moncloa —gracias sobre todo a los oficios del diplomático Bernardino León, el más eficaz y brillante de sus asesores— se redujo ante la opinión pública a una polémica descomedida sobre la indumentaria de las hijas del presidente, a unas pocas frases cargadas de retórica posmoderna sobre la crisis y el cambio climático y a un exceso de pleitesía ante un Obama que empieza a perder su fulgor carismático. La primera ocasión «planetaria» de recuperar terreno ante los Estados Unidos e imponer una agenda propia se saldó con un pleno fracaso.
Ése parece haberse vuelto el sino de Rodríguez Zapatero, al que más que nunca se le ve el cartón de sus debilidades políticas: la falta de proyecto, la ausencia de un plan de Gobierno y el sentido errático de su costumbre de improvisar. Hasta ahora, su sentido del oportunismo y su osada intuición efectista —lo que el escritor Claudio Magris ha llamado «política pop»— le habían permitido salvar las dificultades propias de ese estilo arriesgado y falto de consistencia. Pero una visible esclerosis amenaza su inventiva y deja al descubierto los defectos de la repentización en un momento en el que el país necesita de un liderazgo firme. La espumosa ligereza del pop está convirtiéndose en la triste melancolía de un blues político.
Ignacio Camacho
www.abc.es
Tocado, pero no hundido
Pese al evidente mal momento político del presidente Zapatero y a su caída constante de popularidad, la desventaja del PSOE en las encuestas es aún perfectamente salvable. La intensa fidelidad del electorado español y la estrategia contemplativa del PP mantienen aún una estrecha diferencia que deja abierta la batalla electoral. Si algo ha demostrado hasta ahora ZP es una sorprendente capacidad de reinventarse a sí mismo, por lo que todavía está por ver que el manifiesto bache se transforme en una zanja insalvable.
El presidente español es, además, el líder de izquierda europeo mejor valorado, y el que mejor ha resistido, junto al portugués Sócrates, la erosión de una crisis económica que ha favorecido a los partidos conservadores. En ese sentido, Zapatero espera utilizar el turno de Presidencia de la UE como una palanca para revertir su descenso de popularidad y volver a afianzar su liderazgo. A más de dos años para las elecciones generales, darlo por prematuramente liquidado sería uno de los más graves errores que puede cometer una oposición que se limita a aprovechar su desgaste sin alcanzar a levantar una alternativa de confianza.
El presidente español es, además, el líder de izquierda europeo mejor valorado, y el que mejor ha resistido, junto al portugués Sócrates, la erosión de una crisis económica que ha favorecido a los partidos conservadores. En ese sentido, Zapatero espera utilizar el turno de Presidencia de la UE como una palanca para revertir su descenso de popularidad y volver a afianzar su liderazgo. A más de dos años para las elecciones generales, darlo por prematuramente liquidado sería uno de los más graves errores que puede cometer una oposición que se limita a aprovechar su desgaste sin alcanzar a levantar una alternativa de confianza.
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