Fin de la ambigüedad en Francia. El burka será proscrito del espacio público. Es lo que la comisión parlamentaria concluye: República y burka son incompatibles; y no hay Estado allá donde a una religión se le cede potestad para violar principios constitucionales. La libertad de culto lo es dentro de las reglas de juego que la ley dicta. Para todos; sin excepción. Como cualquier libertad, allá donde hay democracia. Y si el Islam hoy se empecina en perseverar en esa tradición coránica que niega legitimidad al Estado, entonces sus seguidores deberán atenerse a las consecuencias: las mismas que debe afrontar todo aquel que transgrede la red legal a cuya aplicación universal llamamos democracia. Violar la ley es delito. Se haga en nombre de lo que se haga. Aun en el nombre de aquello que el violador juzgue lo más sagrado.
Hay problemas de orden público evidentes en este debate: que una parte de la población transite por el espacio público enmascarada no es sólo pintoresco; es peligroso. Más aún, en tiempos como los que se abrieron después del 11 de septiembre de 2001, cuando el yihadismo declaró una guerra al occidente democrático que hoy sigue en curso y de cuyo final no atisbamos el desenlace. Hay otra gravedad mayor, sin embargo. El velo islámico no es tan sólo un disfraz o una máscara, aunque también sea ambas cosas. Es, ante todo, un manifiesto litúrgico; el que proclama la voluntad de Alá: que hombres y mujeres sean esencialmente desiguales; para ser más precisos, que, ante la ley, la mujer sea un humano inferior, necesariamente sometido a la tutela y autoridad de un macho.
No existe ambigüedad en el Corán acerca de eso: «Los hombres tienen preeminencia sobre las mujeres. Dios es poderoso y justo» (Sura II, 228). «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres, en virtud de la preferencia que Dios les ha otorgado sobre ellas, y a causa de los gastos que causa su mantenimiento. Las mujeres virtuosas son piadosas y preservan en secreto lo que Dios preserva. Amonestad a aquellas cuya infidelidad sospechéis; encerradlas en habitaciones apartadas y golpeadlas» (Sura IV, 34). El velo -en sus múltiples variedades- sella el público reconocimiento de esa inferioridad: «¡Oh, profeta, di a tus esposas, a tus hijas, a las mujeres de los creyentes, de echar sobre ellas sus grandes velos; medio seguro para que sean reconocidas y para huir de toda ofensa» (Sura XXXIII, 59). El código de esa sumisión es minuciosamente explícito en la enumeración de los amos a los cuales rinde obediencia: «Di a las creyentes que bajen la mirada, que sean castas, que no muestren sus adornos, salvo en lo que sobresale, que echen el velo sobre los escotes de sus vestidos. Ellas sólo dejarán ver sus encantos a su marido a sus hijos, a su padre, suegro, hijo, hijastro, sobrinos... a las mujeres de su comunidad, a sus cautivos, a sus esclavos varones incapaces de realizar el acto sexual, o a muchachos impúberes» (Sura XXIV, 31).
¿Tiene derecho un ciudadano o ciudadana adultos a aceptar la esclavitud respecto de otro? Sí, claro. En el espacio privado. Nadie puede impedir a un masoquista adulto -del género que sea- obtener su placer como mejor le convenga. Pero el Estado se reserva los modos de uso del espacio público, donde el derecho exige el exclusivo imperio de la igualdad ante la ley. Nadie va a impedir en Francia que una dama -o un varón- se pasee por su domicilio envuelto en lienzos, en burka o en papel higiénico. Lo privado no atañe a la República. La calle, sí: la calle es el escenario de la democracia. Y sobre ese escenario sólo existen ciudadanos. Ante la ley, idénticos.
Gabriel Albiac, Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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