Aunque en los edificios más modernos apenas si se ven ya los tejados (no así, en cambio, el dichoso ladrillo), las tejas siguen marcando, como metáfora divertida, una línea divisoria entre el cielo y la tierra, el más acá y el más allá, lo material y lo invisible, la ciencia y la fe, la inmanencia y la trascendencia. Esa cosmovisión dual viene planteándoseles a los seres humanos desde que el hombre es hombre; es decir, desde el paso de los primates y homínidos al denominado por paleógrafos y antropólogos «homo sapiens», al que nosotros pertenecemos, aunque no sé si todos somos merecedores de tan honroso título.
Sabido es que nuestros antecesores indagaron tenazmente los fenómenos naturales de su alrededor: el curso del sol y el de la luna, el cielo estrellado y sus remotas galaxias, la tremenda inmensidad del mar, las tormentas aterradoras y las cambiantes estaciones del año solar. Recluidos en las cavernas, donde empezó la historia del arte, o, dialogando en cuclillas en torno a la hoguera nocturna del bosque, donde dicen que nacieron los idiomas, se sentían inmersos en un misterioso universo que los sobrepasaba, pero que al mismo tiempo los alimentaba, y parecía como pensado para ellos.
Intuían que, por encima del mundo visible -de tejas arriba aunque sin tejados todavía-, operaba un Poder o poderes superiores, que regían sus destinos, y a los que ellos podían recurrir para rendirles adoración, implorar su ayuda o presentarle sus ofrendas. Siglo tras siglo fueron multiplicándose las expresiones de culto, ya fuese a los difuntos, a determinadas fuerzas naturales, o a ídolos de su propia fabricación. A las dos clásicas definiciones del hombre, la zoológica de Platón, como «bípedo implume» y la humanista de Aristóteles, como «animal político», debería, pues, añadirse la teológica del hispanojudío Baruc Spinoza, de «animal religioso», único interlocutor con Dios del mundo creado.
La historia religiosa de la humanidad registra el Egipto faraónico y sus fascinantes monumentos funerarios, seguido de las mitologías politeístas de Grecia y de Roma; y, en el inmenso Oriente asiático, cinco siglos antes de Cristo, el difuso teísmo de sus dos grandes áreas religiosas, la de Confucio en China, de marcado acento legislativo y moral, y la de Buda en la India, de un misticismo religioso y pluriforme; finalmente, en el hemisferio más occidental, han nacido y crecido extraordinariamente, en los últimos milenios, los dos grandes monoteísmos, el judeocristiano y el islámico.
El Concilio Vaticano II, en su Declaración «sobre las Religiones no cristianas», manifestó el respeto de la Iglesia católica por esas Confesiones religiosas, reconoció sus valores universales y decidió la creación en la Curia romana de un Organismo de diálogo y colaboración con ellas, al servicio de la Humanidad.
Hablemos, pues, de nuestra casa y familia. El «Atlas mundial de las Religiones» de «Le Monde Diplomatique», de París, declara en su edición más reciente que, en una población mundial de seis mil millones de habitantes, son cristianos en cifras redondas, dos mil millones, uno de cada tres. Y, de éstos, son católicos mil ciento cuarenta millones; el resto ortodoxos y protestantes. En nuestro país, según la última encuesta del CIS, el 81 por ciento de los españoles se confiesa católico; y, en el polo opuesto, el porcentaje de los no creyentes es de un 11 por ciento, el de ateos un cinco y, el uno por ciento de otras religiones.
No todos los bautizados son, como es obvio, cristianos ejemplares o católicos practicantes; sino que éstos suponen una discreta proporción, rondando la tercera parte. Mas, eso no quita para que muchos de los otros, aunque descuidados en sus deberes religiosos y morales, sigan sintiéndose cerca de Dios y estén impregnados, en sus costumbres y valores, de la cultura cristiana.
Desde la caída del muro de Berlín y en la primera década del sigo XXI, Europa vive un proceso acelerado de secularización y laicismo radical, tendente a relegar a Dios a la vida privada y confinar a la Iglesia en la sacristía; al socaire de un pluralismo étnico, ideológico, político y religioso o, más bien, irreligioso. Y, en España, se han implantado leyes que vulneran derechos humanos y menosprecian el humanismo cristiano, en asuntos tan capitales como la vida y la muerte, el matrimonio y la familia, las manipulaciones genéticas, quirúrgicas y educacionales del ser humano, en todo su proceso biológico.
En el mensaje del Papa al reciente Congreso internacional en Roma, «Dios hoy: con Él y sin Él, todo cambia», leemos lo que sigue: «Las experiencias de un pasado, aún no muy lejano de nosotros, nos enseñan que, cuando Dios desaparece del horizonte del hombre, la humanidad corre el riesgo de dar pasos hacia su propia destrucción». Huelga decir que Benedicto XVI se refiere a las tremendas catástrofes, en el siglo pasado, de los dos grandes imperios: Nazi y Estalinista, que, más que ateos, fueron furiosamente antiteístas.
Los ateos químicamente puros suelen ser siempre escasa minoría, puesto que negar o intentar demostrar la inexistencia de Dios es mucho más complicado que su contrario. Pienso que eso no ocurre sin lucha ni frustraciones interiores, lo que inspira un respeto a su conciencia, sin hurgar más en el asunto. Me sacudió hondamente hace muchos años, esta terrible afirmación de Nietzsche: «Si hubiera Dios, yo no soportaría no serlo». Saqué entonces la conclusión de que, cuando el hombre aparta a Dios de su existencia, no le queda otra salida que la de endiosarse a sí mismo.
En todo caso, el no creyente, aunque domine al máximo las ciencias o las técnicas del progreso, lo ignora todo sobre sí mismo: su origen, su misión y su destino. ¿De qué sirve, dijo Malraux, que el hombre llegue a la luna, para luego suicidarse allí? Es lo que llamó Henri De Lubac, El drama del humanismo ateo, y lo que ha llamado después Joseph Ratzinger, La orfandad del agnóstico.
No hay, sin embargo, que demonizar a nadie porque, como afirma San Pablo «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», y el mismo Jesús, que excusó ante el Padre a sus verdugos «porque no sabían lo que hacían». Optamos pues, en línea con el Secretariado pontificio para los no creyentes, y con la libertad religiosa en una sociedad democrática, por una convivencia civilizada con toda clase de personas, cuidando, en todo caso, de que nuestro testimonio evangélico contribuya a apagar la sed de Dios que late siempre en el corazón humano.
Pasando a nuestro Credo, reconocemos que la fe es un don de Dios, quien nos creó a su imagen por amor; y que su Hijo bajó hasta nosotros del cielo al suelo, atravesando el tejado como el tullido del Evangelio. «En Dios vivimos, nos movemos y existimos», les predicó San Pablo a los intelectuales griegos en el Areópago de Atenas. Y encontramos pleno sentido a nuestra vida en la afirmación lapidaria de San Ignacio de Loyola: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios y, mediante esto, salvar el alma».
Me conmueve por eso escuchar la marcha militar fúnebre, que cantan los soldados, cuando portan sobre sus hombros el cuerpo inerte de un compañero, caído en acto de servicio: «Tú nos dijiste que la muerte/no es el final del camino;/ que, aunque muriendo, no somos/carne de un ciego destino./Tú nos hiciste, tuyos somos;/ nuestro destino es vivir,/siendo felices contigo, /sin padecer ni morir».
ANTONIO MONTERO MORENO - Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz
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