¿A qué ha ido ese hombre a Londres, con la que hay armada en Madrid? ¿A cortejar a los mercados o a enseñarles el dedazo, como Aznar a sus «fans» en Oviedo? ¿A fotografiarse con Brown o con Papandreu? ¿Por qué crea una comisión triministerial para reunirse con los dirigentes de los demás partidos, si el portavoz del suyo ya se está reuniendo con ellos? ¿Por qué no ha citado a Rajoy, si dice que es tan importante su colaboración? ¿Y a qué tantas reuniones, si la cosa está encarrilada y a final de año empezará a crearse empleo? ¿Va a seguir las recomendaciones de los expertos o a seguir actuando por su cuenta? ¿Recortará todos los gastos o sólo algunos? Y, sobre todo, ¿vamos a tener que hacer sacrificios o no? Pues esa palabra, como antes la de crisis, no la ha pronunciado todavía. Y hay quien dice que los sacrificios son la clave de la situación.
Los mentirosos patológicos como él, sin embargo, creen que puede engañarse a la realidad con sólo cambiar el nombre de las cosas. Cuando se les acaban las palabras, intentan sustituirlas por gestos, y al acabárseles los gestos, entran en un estado cataléptico, próximo a la histeria, en el que ya se encuentra nuestro presidente, al que tan pronto vemos aquí como allá, sonriente o airado, parando golpes o propinándolos, humilde o altanero, inclinándose a la izquierda o a la derecha, seguro de sí mismo o huidizo. ¿De qué huye este hombre? Pues huye de sí mismo. Huye del Zapatero que negó la crisis, y hoy se ve obligado a calificarla de grave; del que descalificó todas las recetas del PP, y ahora no tiene más remedio que copiárselas; del que proclamaba una gloriosa presidencia española de Europa, y tiene que vivirla como un vía crucis; del que anunció que pronto superaríamos a Francia, tras superar a Italia, y ahora tiene que contentarse con superar a Grecia; del que mimó a los sindicatos, y ve que se le amotinan; del que espera la recuperación como el personaje de Beckett esperaba a Godot; del Zapatero, en fin, que engañó a todo el mundo, y ahora sólo puede engañarse a sí mismo. Por eso está tan irritado, tan nervioso, tan contradictorio, tan errático, confundiendo a sus propios colaboradores. Es la suya esa desesperación del que ha llegado al cabo de la calle, la del que ya no encuentra a nadie que le crea. La angustia del que busca a quien echar la culpa de sus errores, y se da cuenta de que ha agotado todos los posibles culpables. El pánico del que sólo percibe alrededor desdén y desconfianza. Los únicos dispuestos a ayudarle son los pocos que vienen compartiendo su andadura desde el principio y los que esperan poder sacar tajada de su desahucio. Su caída es tan vertical como fue su ascenso. Esa es la escueta realidad. Por eso la odia y la niega Todo apunta, sin embargo, que más pronto que tarde, volverá a la nada.
José María Carrascal
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