La poca literatura que sobrevive al siglo veinte es la de los libros de antropología anteriores a la dictadura de la corrección política. No conozco a nadie que le hinque el diente a Sartre, aquel buda bisojo a cuya cueva arrastró Juanito Goytisolo a Cela para que le firmara una botella de Anís del Mono, pero tengo un vecino que se lo está pasando bomba con «La rama dorada» de Frazer.
Jack Randolph Conrad es un antropólogo yanqui pasado por la piedra del psicoanálisis que en 1950 vino a España a estudiar la corrida de toros. Siete años después publicó «El cuerno y la espada», el libro más interesante sobre la cultura del toro -por eso no se había traducido al español hasta ahora: lo han hecho la Maestranza y la Universidad de Sevilla- que uno haya leído.
En mitad del espectáculo (pinturas de la Edad de Piedra, toros barbudos de Mesopotamia, «toro de toros» de India, Apis de rayo de luna de Egipto, himnos y liturgias de Levante, corridas de Creta, misterios dionisiacos de Grecia, Mitra y arenas de Roma...), J. R. Conrad hace una observación formidable:
-El hecho de que durante miles de años los hombres hayan adorado al toro como padre de los dioses y como autor de la vida misma es una creencia con tanta intriga que no puede despacharse diciendo mientras se levanta una ceja «pero vivían en el error».
No. Pero así, levantando una ceja, es como el habitante por accidente de La Moncloa viene despachando las tres cosillas -familia, Estado y religión- que, de dar crédito a la hipótesis de J. R. Conrad, son los que nos hacen a los españoles ir a los toros.
El individualismo español, y aquí seguimos a J. R. Conrad (con quien Alfredo Valenzuela ha conseguido hablar, y publica mañana la entrevista en ABC de Sevilla), es un producto primario de la familia española, que es una familia sin padre: ocupado éste en buscar el sustento familiar, pasa poco tiempo con los hijos, que ven en él a un intruso y rival para el afecto materno.
-La manifestación más chocante de individualismo en el varón español es el desafío de la autoridad bajo cualquiera de sus formas.
Para probar este individualismo, J. R. Conrad tira de Ellis, de Ortega, de Unamuno y de Madariaga, que recuerda que la doctrina de la objeción de conciencia, que desafía a la autoridad, fue acuñada por un jurista español, el padre Vitoria. A los toros vamos, pues, a dar testimonio de nuestra resistencia a las fuerzas de autoridad que nos rodean.
-Pero no hay virtud alguna en el aborrecimiento del toreo. Sentir náuseas del espectáculo supone un desequilibrio en otra dirección. Si no nos gusta ver a la autoridad establecida desafiada por el individuo, si somos dados a sentir que nuestros padres, nuestros patronos, nuestros líderes son sacrosantos y libres de crítica, entonces condenaremos violentamente la corrida de toros.
Ignacio Ruiz Quintano
www.abc.es
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