Hacia 1993, Gabriel García Márquez acusó a EE.UU. de maltratar la lengua española por inventar el neologismo «narcoguerrilla». Le molestaba que se recordase la trivial realidad de que las FARC se habían convertido en un negocio de la droga. El autor de «Cien años de soledad» por entonces también se oponía a la extradición del capo Pablo Escobar y abogaba a favor de una negociación con la guerrilla y el narco. Y no dejaba pasar ocasión de denunciar todo tipo de conspiraciones de EE.UU. Llegó a fabular que los aviones que bombardearon el Palacio de la Moneda en el golpe contra Allende iban pilotados por norteamericanos que habían penetrado en el país camuflados de acróbatas aéreos.
Esas afirmaciones no habrían tenido mayor importancia si se hubiesen tomado como lo que eran: extravagancias de una imaginación excesiva. Pero, lejos de todo sentido común, durante decenios, García Márquez fue considerado por intelectuales y periodistas de Europa y América no sólo un genial escritor, sino también un lúcido analista y una imprescindible figura pública a la que había que acudir en busca de consejo para dilucidar la realidad profunda de Iberoamérica.
Hoy, las hazañas políticas de Gabo provocan sonrojo. Lo que es clara señal de cómo, pese a todo, Iberoamérica va hacia adelante. Sobre todo, su Colombia natal, donde el debate se acerca cada vez más al culebrón, pero se aleja del pensamiento mágico que tanto daño ha hecho a la política. En Colombia se ha impuesto el consenso de que no se puede dar ilusiones a la narcoguerrilla, y que no hay atajos narcomágicos para el progreso económico. En Europa se multiplican las ediciones de «Cien años de soledad», pero a ningún intelectual en su sano juicio se le ocurre invocar el pensamiento Gabo.
Alberto Sotillo
www.abc.es
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