Ante el Estado de la Nación, el discurso del 27 de enero de Barack Obama, hay oyentes o videntes, americanos o no, que saltan a la yugular. Por favor, pedimos: un poco de calma. ¡Son discursos!, gritan. ¡Estamos hartos de discursos! No tienen razón: el lenguaje, solo, no vale, no cuenta. Pero las palabras unidas a la acción tienen una enorme fuerza de arrastre. La palabra unida a la acción es temible.
Obama ha trabajado con desorden durante estos doce meses. Ha cubierto 14 grandes frentes (en algunos está ganando, veremos qué pasa al final: un principio de reacción favorable del consumo y el mercado, reforma de la sanidad, educación, mujeres trabajadoras, plan para Detroit, advertencias a algunos bancos...) Obama ha sido tajante: No cederemos. No cederé. To quit es verbo ambivalente: aquí significa no renunciar, no doblar, no tragar. Lo contrario de una bravuconada: un hecho. Obama ha de ir ahora al vado o al puente: ya no hay conciliación posible. Ha de conquistar la trinchera de enfrente o acabar. Él ha tomado el riesgo: We don´t quit. I don´t quit.
Precisamente por las implicaciones, no explícitamente dichas en el mensaje, Obama trata de unir. Al final del discurso recordaba «nuestros ideales». El americano defiende casi siempre a la empresa en que trabaja. Tiene un espíritu generoso. No son valores republicanos o demócratas. Son, dijo, valores americanos.
«Cada vez que un alto ejecutivo se premia a sí mismo por un fracaso, cada vez que un banquero arriesga nuestro dinero para su propio lucro, los ciudadanos se interrogan». Por esta brecha, el presidente sabe que alguna corporación puede temblar.
«Nunca dije que el cambio pudiera ser fácil, o que yo solo pudiera hacerlo. En una nación de 300 millones, la democracia puede ser desordenada, complicada, ruidosa».
«Estamos aquí por una razón, porque ha habido generaciones que no han tenido miedo de hacer lo más duro, lo más difícil. No han temido hacer aquello que era necesario hacer cuando el éxito era incierto. Si aquellos que se lanzaron hace 50 años, o 100 años, o 200 años, no lo hubieran hecho, no estaríamos hoy aquí». «Nuestra administración ha sufrido fracasos este año, y algunos de ellos son merecidos». «Lo que me empuja a seguir, lo que me anima a pelear, es el espíritu de determinación (...), la fundamental decencia que hay en el núcleo del pueblo americano».
No entremos hoy en el fondo político del discurso. Pero, lo escribíamos hace unos días, algunos grandes párrafos van unidos a hechos. Desde el comienzo, en zigzag, de la recuperación económica (el PIB de Estados Unidos ha crecido en el último trimestre a una tasa intertrimestral anualizada del 5,7 por ciento), hasta el despliegue de 30.000 soldados más en Afganistán, el entramado de hechos y palabras está ahí.
Descendamos ahora muchos, muchísimos escalones, hasta la sima local, aquí, en Madrid. Algunas políticas regionales, en el centro de esta península del suroeste de Europa, lleva a taparse la nariz. La dignidad y la decencia del discurso del Estado de la Nación es, en efecto, un contraste. («Acojonante... O sea que nosotros ¿qué armas tenemos... contra él?». Para terminar con «Nosotros hemos tenido la inmensa suerte de poder darle un puesto a Izquierda Unida quitándoselo al hijoputa»). La responsable de estos términos se ha disculpado. Pero ¿no es la disculpa un medio inaceptable de evadir la responsabilidad en casos como éste? Creer que todo se lava con una evasiva ¿no es una recurso hipócrita, una prueba de lo que hay? Al fondo, en el presidente americano quedaba, el 27 de enero, una idea de grandeza. Aquí, unos corazoncitos llenos de carroña.
Darío Valcárcel
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