Hace ya años vi La peste, dirigida por Luis Puenzo sobre la novela homónima de Albert Camus, en Canal Plus. Como se trataba de un canal de pago, algo más tenía que ofrecer al espectador que el simple pase de la película. |
De modo que, además de unos fragmentos de making off, expusieron los currículos de los actores principales. Allí descubrí que William Hurt, entre otras decenas de méritos, poseía una licenciatura en Estudios Shakespearianos. Y algo semejante ocurría con los demás: gente que se había pasado la vida estudiando.
Poco después me encontré en el Café Gijón de Madrid con un grupo de actores más o menos habituales del lugar y escuché sin intervenir una diatriba de uno de ellos, un secundario de cierta edad y relativamente conocido, contra las escuelas de teatro. "El oficio se aprende sobre las tablas", sostenía el hombre sin el menor rubor. ¡Vete tú a pedirle a éste una licenciatura en Lope o en Calderón! ¡Es que ni en Alfonso Paso, ni en Ibáñez Serrador! Pensé que ése era el estado de cosas en nuestro país y me fui rumiando por Recoletos hacia Cibeles cómo se podía cambiar eso, si es que se podía cambiar.
En mi otra patria, Argentina, y en mi lejana adolescencia, antes del desastre, las cosas habían sido diferentes. Había una industria del cine no subvencionada, un buen conservatorio de artes escénicas y algunos actores de excepción, no pocos de ellos españoles, que habían funcionado como maestros, empezando por Margarita Xirgu, radicada en Uruguay, pero a quien yo había podido ver en La casa de Bernarda Alba siendo poco más que un niño, en el Teatro Cervantes, generosa donación al Estado argentino de María Guerrero y de su esposo, Fernando Díaz Mendoza. A mis diecisiete años había podido asistir, en el Teatro General San Martín, a un curso dictado por Lee Strassberg, director del Actor’s Studio de New York –fundado por Elia Kazan–, a quien secundaba en funciones de asistente e intérprete el olvidado Duilio Marzio, a su vez beneficiario de las enseñanzas de la Xirgu.
Todo aquello era producto de un país próspero –ni más ni menos que la España reciente, con una prosperidad igualmente endeble– y del exilio español. Si bien España, la España geográfica, no había dejado de aportar, y las visitas de Ortega y, más tarde, de Julián Marías —¡hay que leer a Julián Marías, señores!— eran verdaderos acontecimientos, habían sido los que vivían allí, en espera de la muerte del caudillo, los que habían construido todo aquello.
Por supuesto, la inmigración italiana y la judía también habían sido decisivas. El Teatro Colón se había convertido en una sede sacra de la ópera –sistemáticamente devastada por sucesivos gobiernos peronistas y ahora en fase terminal– en buena medida gracias a esos dos grupos (las estrellas solistas de la primera época era italianas, como Caruso, pero los músicos de la orquesta estable eran en una buena proporción judíos). Mussolini había regalado a la universidad argentina a Rodolfo Mondolfo, como Franco le había regalado a Sánchez Albornoz.
Pero no quiero irme por las ramas de la construcción cultural de la Argentina, sino apuntar a quiénes eran y a quiénes son los españoles.
Porque es evidente que en los tiempos de que hablo, entre 1940 y 1970, día más, día menos, no se podía prescindir de la alta cultura española, y resulta que no es lo mismo ir al cine a ver a Narciso Ibáñez Menta en La bestia debe morir –sí, sobre la novela de Nicholas Blake, el libro escogido por Borges y Bioy para inaugurar El Séptimo Círculo–, que ir a ver a Santiago Segura en Torrente, por poner sólo un ejemplo.
El cine argentino sobrevive, sin embargo, y lo hace gracias a España. Y aquí llego a donde quería llegar: a los Goya, donde se alcanzó el ridículo al premiar como "actriz revelación" a Soledad Villamil, a quien el público español está harto de ver (El mismo amor, la misma lluvia; No sos vos, soy yo) y que ya obtuvo su Martín Fierro (equivalente argentino de los Goya) como revelación ¡en 1993!
Los productores argentinos se buscan la vida, como hicieron siempre los del malquerido Hollywood, y ahora han encontrado un filón en la coproducción con España, de donde llegan de rebote las subvenciones, porque las tienen los productores españoles. Eso lleva muchas veces a la torpeza manifiesta de introducir personajes de manera forzada (véase el caso de José Luis López Vázquez haciendo de viejo republicano con, si las cuentas no me salen mal, setenta años de Argentina a las espaldas, es decir, con no menos de noventa y pico –que no daba–, en Luna de Avellaneda, una película absolutamente local filmada en una ciudad en la que el espécimen exiliado pertenece a la memoria, en el mejor de los casos: ni la película ni López Vázquez se merecían eso).
Pues bien: hemos tenido la fiesta del cine subvencionado. O doblemente pagado por nosotros, los ciudadanos, incluidos los que no ven películas a menos que se las echen, y nunca mejor dicho, en los espacios en que Jorge Javier Vázquez o Belén Esteban duermen –porque tendrán que dormir, digo yo, ¿no?– o se maquillan, aunque también están los que optan por ver dormir a los de Gran Hermano. Primero, nos es retirada una parte de nuestros impuestos, en doble mordisco: por el Estado y por la UE, que también aporta. Después, al pagar una entrada en algún cine impracticable para quienes no conducimos, en una pantalla poco mayor que la de la tele, o al comprar un DVD. Y está en marcha el tema del canon, para que no podamos ver nada gratis, aunque no veamos, por si acaso se nos ocurriera.
Era casi natural, y por lo menos normal, que los muchachos con sus premios –casi todos para Paolo Vasile en representación de Berlusconi, y casi todos para dos películas ideológicamente correctas, como gustaba decir a Goebbels, que es el padre de la marrana, y esto también nunca mejor dicho– se fueran a Moncloa a agradecer las mercedes concedidas a Pepeluí y a Sonsoles, que es hasta colega en eso del arte.
De la calidad de los filmes no pienso decir nada, aunque sí quiero dejar constancia de que la historia de Hipatia no se parece ni de lejos a la que ha contado Amenábar, y que la intención de la obra es claramente anticristiana. La otra no la vi. Tal vez la vea cuando Telecinco, harta de explotarla por ahí, nos la eche. Lo mismo que hice con otras celebridades impresentables como El laberinto del fauno, que hubiera sido estupenda si no se hubieran empeñado en meterse a demostrar lo malos que eran los franquistas con argumentos y situaciones que sólo revelan una gran ignorancia: es que si sólo cuentas una historia fantástica de una niña con sus fantasmas personales no hay subvención, con lo que todo resulta tan impropio como el exiliado de López Vázquez. O hay mensaje o no hay dinero.
El secreto de sus ojos, una buena película, con un montón de candidaturas, recibió en Soledad Villamil un premio de consolación porque algo había que tirar para esos ajenos del cine hispanoamericano, con el que hacen gran negocio los productores españoles –recuérdese Un lugar en el mundo y El hijo de la novia, con más de un año en cartel cada una; por cierto, director y actor de El hijo de la novia son los de El secreto–. Es que estamos tan arrepentidos del Imperio que no queremos saber nada sobre ese universo lejano que, por algún misterioso azar, habla español. Perdón: castellano, y a su manera. A señalar esa distancia contribuyeron con su torpe presentación Andreu Buenafuente, que se extendió a piacere en explicar que no entiende lo que dicen los argentinos en las películas, y su oportuno colaboracionista, que no colaborador, Eduardo Blanco. Una vergüenza.
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