¿Quién crea el futuro? ¿Quién determina la nueva civilización en la que entramos a pesar de todo y a la que, a falta de algo mejor, llamamos provisionalmente Globalización? Hace apenas una semana y por coincidencia, tres discursos dominantes llenaron en un sólo día nuestros medios de comunicación, los tres orquestados para que nadie pudiera escapar de ellos.
Le correspondió a Nicolás Sarkozy inaugurar esta ronda de los importantes en Davos, el club de los más ricos aunque no de los más sutiles. Luego vino Barack Obama, que pronunció su primer Discurso sobre el Estado de la Unión ante el Parlamento estadounidense reunido en Washington. Y, finalmente, Steve Jobs, en San Francisco, quien presentó al mundo la última revolución de Apple, el iPad.
No es posible determinar cuál de esos tres oradores fue el más escuchado, pero apostaremos por Steve Jobs ya que, en todo el mundo, es indudable que millones de internautas habrán seguido, en directo o en diferido, una presentación tan esperada, a través de su ordenador o de su smartphone, un anterior invento de Apple. De estas tres intervenciones, ¿qué palabras quedarán y cuáles se esfumarán? Si hubiese que utilizar la ambición como única escala, la palma se la llevaría el presidente francés: él solo, nos ha prometido «moralizar» el capitalismo y «reinventar» el sistema monetario internacional tal y como fue concebido incialmente en Bretton Woods en 1944. ¡Un hombre de Estado que da lecciones de moral! Como mucho el Papa...
A Barack Obama, por su parte, la derrota de su partido en Massachusetts acaba de bajarle un poco los humos: ahora se ha convertido en un presidente estadounidense como tantos otros, que ya no es tan popular. Y como ya no camina sobre las aguas, se ha conformado con un vulgar número de prestidigitador: crear, no se sabe cómo, varios millones de empleos en las pequeñas empresas.
Falta Steve Jobs, en vaqueros y zapatillas, sin grandilocuencias, pero que por lo menos sabe de lo que habla: se venderán millones de ejemplares de su portátil, que es un objeto bien real, o de otro que se le parezca. Este objeto, que no existía, será de pronto tan indispensable para nosotros como lo es el Smartphone. Steve Jobs, que es el Thomas Edison del Estados Unidos contemporáneo, ilustra así cómo funciona realmente la economía: la innovación, la oferta de nuevos productos, es el motor de la demanda y del crecimiento, como ya expuso en 1802 el economista francés Jean-Baptiste Say, antepasado de las ciencias económicas del mismo modo que lo fue Adam Smith.
Si resulta que la economía mundial está saliendo en estos momentos de la recesión de 2008-2009, planteémonos que la innovación y la globalización son sus causas reales. Porque la crisis no ha interrumpido la innovación y porque el libre cambio ha sobrevivido a ella (a pesar de los llamamientos al proteccionismo en Europa y en Estados Unidos), el crecimiento renace. ¿Habrán contribuido a ello los Obama, Sarkozy, Brown y demás Zapateros? Sí, pero muy, muy modestamente: al recordar algunas enseñanzas de las crisis anteriores, los jefes de Estado occidentales no nos han sumido en la autarquía como en 1930, ni en la hiperinflación como en 1974. ¡Demos gracias por su falta de acción! Pero la inacción es un discurso que no puede satisfacer ni a la opinión ni al ego sobredimensionado del hombre de Estado. Como no dirige realmente los mercados, le queda dar la impresión de que lo hace: ésta es la profunda razón por la que se han recuperado un poco la teoría keynesiana y su vocabulario mecánico. «Estimulamos», «relanzamos», «gastamos»: la vanidad está en pleno apogeo sin otro efecto comprobable que el de endeudar a los Estados, lo que frena la inversión privada y ralentiza la reactivación económica. Pero el ego político está a salvo.
El desplazamiento del poder real del Estado hacia las empresas, y de la nación hacia el mundo, priva a los jefes de Estado y de Gobierno de su influencia económica. Por consiguiente, buscan compensaciones y sustitutos: reinventar el sistema financiero mundial y luchar contra el calentamiento del clima son compensaciones. El político, al refugiarse de esta manera en la hipérbole, en lo que no se puede comprobar, en el largo plazo, en lo que no se puede cuantificar, vuelve a encontrar, o lo intenta, el poder, y encima con una postura moral («salvar al planeta»). Esta teatralidad convence a pocos aparte de a los militantes: a día de hoy nadie sabría decir cuál será mañana la moneda de reserva. Y el clima, seamos sinceros, obedece a unos parámetros que escapan a todos los modelos conocidos.
Esta decepción con los Estados no es del todo nueva: estaba inscrita en los orígenes del capitalismo. Mucho antes que Carlos Marx y su teoría de la decadencia del Estado, un contemporáneo de Jean-Baptiste Say, Saint-Simon, publicó en París, en 1819, una famosa parábola que le valió una demanda judicial. «Imaginemos, escribía, que los cincuenta soberanos y príncipes del Reino desaparecieran por accidente: el pueblo estaría muy triste. Pero si desaparecieran los cincuenta mayores industriales, sabios y artistas, el país quedaría destruido...».
Si hoy perdiéramos a nuestros dirigentes electos, estaríamos abrumados y los sustituiríamos: pero la desaparición de Steve Jobs y de todos aquéllos que se le parecen, rompería realmente el crecimiento y destruiría el empleo y la riqueza.
Al igual que Saint-Simon, nuestra conclusión no es que el Soberano sea inútil: pero una mejor aceptación por su parte de las ciencias económicas sería moderna y bien recibida. El Rey ha muerto: ¡Viva el Rey! Con la condición de que sea modesto: un Rey modesto no decepciona.
Guy Sorman
www.abc.es
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