segunda-feira, 1 de fevereiro de 2010

Pizarro, o la nueva Casandra

«Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra», afirmaba Jesús en el Evangelio del domingo, un segundo antes de que sus paisanos lo expulsaran furiosos de la sinagoga y lo empujaran hasta un barranco, con intención de despeñarlo. Sospecho que si Manuel Pizarro asistió ayer a misa, la lectura del Evangelio lo sumergiría en apesadumbradas reflexiones; porque si en cualquier pasaje del Evangelio tomado al albur siempre hay una verdad que nos interpela, en el que ayer se leía en las iglesias quedaba resumido el drama de este turolense que será siempre recordado por aquel debate televisivo en el que se atrevió a vaticinar el descalabro económico que se nos venía encima. Vaticinio que luego se cumpliría, punto por punto; y que, paradójicamente, no sólo fue castigado por las audiencias televisivas cretinizadas, sino también por sus conmilitones, que a partir de entonces lo condenaron al ostracismo.

A Pizarro, en fin, le ha ocurrido lo mismo que a Casandra, la hija de Príamo, el rey de Troya, que predijo que el rapto de Helena traería la ruina de la ciudad; y que insistió en sus vaticinios funestos cuando los troyanos ya celebraban el fin de la guerra, ante aquel caballo de madera que los aqueos habían dejado como presente ante las murallas. Sobre Casandra había arrojado Apolo, por despecho, una maldición, condenándola a que sus augurios nunca fueran creídos por los cretinos de sus paisanos, que la tomaban por demente; y así su voz, como la de tantos profetas que en el mundo han sido, fue «voz que grita en el desierto». Cuando Pizarro lanzó su vaticinio en aquel célebre debate televisivo, la mayoría de los españoles prefirieron creer la melopea o canto arrullador del sirénido Solbes, que tildó a su contrincante de agorero y catastrofista. Era aquella la época en que Zapatero llamaba «antipatriotas» a quienes se atrevían a vislumbrar avisos de derrumbe, que es por cierto la misma acusación que los cretinizados troyanos lanzaban contra la atribulada Casandra, cada vez que venía a amargarles la fiesta. Nihil novum sub sole, que diría el clásico.

Pero el trago más amargo del drama vivido por Pizarro no se cifra tanto en la campaña de descrédito que contra él orquestaron sus adversarios, ni siquiera en el desafecto de las masas cretinizadas que desoyeron sus vaticinios. El trago más amargo vendría después, cuando los suyos lo expulsaron de la sinagoga. Pues como una expulsión de la sinagoga debe interpretarse que el candidato que en las últimas elecciones, en una ruidosa operación de propaganda, fue llevado en andas, como los santos en las romerías, encumbrado como un héroe por su pulso con el Gobierno en aquella turbia operación contra la compañía eléctrica que presidía, señalado como el hombre providencial que podría reparar el maltrecho navío de la economía española, fuera inmediatamente relegado a las filas sesteantes del Congreso, allá donde los diputados sin brillo languidecen de tedio y melancolía. Yo no sé si Pizarro era el héroe providencial que nos pintó entonces la propaganda de la derecha; lo que sí resulta evidente es que fue rastreramente engañado por quienes quisieron aprovecharse de su brillo de resistente a los tejemanejes gubernativos y luego lo relegaron en los desvanes de la incuria, como a un trasto averiado.

El hombre nace engañado y muere desengañado, afirmaba Baltasar Gracián. Manuel Pizarro llegó engañado a la política y se marcha desengañado; deja atrás la ruina de la ciudad, que había vaticinado, pero aún tendrá que prevenirse contra quienes, después de expulsarlo de la sinagoga, pretendan además despeñarlo. O arruinar su prestigio, que es lo que Áyax hizo con la virtud de Casandra, después del saqueo de Troya. Es el destino trágico de quienes se atreven a ser profetas en su tierra.

Juan Manuel de Prada

www.juanmanueldeprada.com

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page