quinta-feira, 4 de fevereiro de 2010

Yo, Bolívar Rey

Llegué a Venezuela por primera vez en el momento en que el presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, «el hombre que camina», nacionalizaba el petróleo. Julio de 1976. La noticia firme era un rumor extendido por el propio gobierno venezolano desde hacía unos meses. En todos los circuitos financieros, empresariales, sindicales, periodísticos, universitarios y culturales se discutía sobre la medida «histórica» con demasiada altivez nacionalista y siempre en torno a una botella de Old Parr y «pasapalos» para cada comensal y «conversador». Incluso en la llamada República del Este, en Sabana Grande, «heterodoxa y libre» por oposición geográfica al Palacio de Miraflores de Caracas, los intelectuales afectos al trago cotidiano no dejaban la fiesta en paz: Venezuela era rica y podía hacer con el petróleo, que también era suyo, lo que le diera la gana. O sea, CAP tenía sus razones.

Hasta esa fecha, Venezuela era el país más rico de Iberoamérica, vivía en la borrachera de los petrodólares y adoraba, como a un dios napoleónico invencible, al Libertador Simón Bolívar. En el llamado, por los intelectuales activos de aquella Venezuela pujante, Triángulo de las Bermudas, formado por los bares Camilo´s, Franco´s y Al Vecchio Moulino, el escritor Caupolicán Ovalles, autotitulado Padre de la Patria, amenazaba ya con un texto literario que «será revolucionario». Se titulaba Yo, Bolívar Rey, y fue publicado años más tarde, en diciembre de 1986, con más pena que gloria. Ni literaria ni políticamente pasó nada.

Para ese entonces, el verdadero rey de Venezuela era el bolívar, y no digamos «el fuerte», una moneda equivalente a cinco bolívares y, como me decían mis amigos venezolanos, « a todas las pesetas». El cambio de la moneda venezolana con el dólar estaba estabilizado en 4´30 bolívares y, según los dogmáticos que nunca dudan de nada, jamás llegaría al bolívar ni una devaluación ni un cambio negativo. Pero, al mismo tiempo, el latrocinio que se vivía a diario en el mundo de los negocios y la política convertía a la élite venezolana en sospechosa de saquear a su propio país. En aquellos días de juventud, vino y rosas, conocí, en las interminables horas del trago del Triángulo de las Bermudas a dos personalidades que más tarde serían presidentes de la República: Luis Herrera Camping, copeyano, y Jaime Lusinchi, adeco.

No había, pues, de qué quejarse en el país de las maravillas petroleras y la moneda fuerte, el país de la riqueza, el mayor importador de whisky del mundo, el país feliz de los «tabaratos». Todo estaba en orden, y las «pequeñas injusticias» de los ranchitos que rodeaban Caracas no constituían una amenaza sino exactamente lo contrario: el atrezzo social que venía a explicarnos la inmigración colombiana gracias a la riqueza de su vecino. Pero en febrero de 1983, el presidente copeyano Herrera Camping devaluó el bolívar «intocable» hasta entontes y puso en circulación un triple cambio (dos preferentes, para deudas e importaciones; y uno libre). El bolívar había dejado ser rey para siempre y, conforme avanzó la decadencia del sistema político venezolano, avanzó a pasos agigantados la ruina de la moneda hasta entonces más fuerte en toda Iberoamérica.

Lo de Bolívar Rey de Ovalles viene «por los fueros» de la Historia, porque hubo momento en que Simón Bolívar, pensó como Napoleón (a quien odiaba) coronarse Rey. Algunos de sus secuaces lo impulsaron a cometer esa tropelía, pero al final la tentación no llegó a palacio y Bolívar, el Libertador, pasó a mejor gloria en Santa Marta, en el exilio y junto al mar, maldiciendo la hora en la que vivió en América y aconsejando que lo único que podía hacerse en aquel continente era emigrar.

Muchos años después, como en la novela de García Márquez, un militar golpista, ensoberbecido y populista, se alzó sobre las botas de Bolívar, asumió una pretendida doctrina del Libertador como suya y fundó un nuevo país, la República Bolivariana de Venezuela. Sobre esas alforjas, montó el experimento del «socialismo del siglo XXI», siguiendo una a una las pautas suicidas del castrismo cubano. Ahora, en 11 años de gobierno del «revolucionario» bolivariano, el bolívar -la moneda que fuera la más fuerte del continente- ha perdido el 90% del valor, la inflación está más allá del 25%, una nueva clase rica (los boliburgueses) se hacen cargo del país, ayudados por sus «asistentes» cubanos, y Venezuela se va poco a poco hundiendo en una pobreza que nada tiene que ver con sus posibilidades innatas. El nuevo rey de Venezuela y el bolívar se llama Hugo Chávez Frías, y es producto de una larga temporada de latrocinio sin tasa, de la depauperación de los valores morales de la vieja democracia firmada en Punto Fijo, de la incapacidad y desidia (cuando no del protagonismo de ese mismo latrocinio) de las clases dirigentes y del cansancio de los materiales de un sistema que era visto como ejemplo por todos los países de la región. Hace nada, el nuevo rey de Venezuela, Hugo Chávez, el dueño de Bolívar y del bolívar, advertía en La Habana, en la clausura de la reunión internacional del ALBA, que «a Venezuela la están rodeando», en referencia a las bases norteamericanas que Colombia ha firmado con los Estados Unidos de Obama, además de las que los gringos tienen en Aruba y Curaçao. Durante tres horas, el rey Chávez habló imitando, incluso en los gestos, al joven Fidel Castro de los 60, el mismo que avisaba de la invasión yanqui al archipiélago cubano, el mismo que para ese plan militarizó la isla, el mismo que envejece medio siglo después como un lagarto enfermo en su casa habanera de Jaimanitas. Porque lo que busca Chávez, el rey antimidas venezolano, es no sólo perpetuarse (como un rey de verdad) en el poder, sino ser el líder de un sistema que «no termina de triunfar por los bloqueos que le impone el Imperio».

¿Y quién o quiénes bloquean hoy al país de Bolívar?, ¿Colombia, Estados Unidos? ¿Dónde está el embargo en este caso?, ¿por dónde le entra el agua al coco?, como dicen los caribeños para preguntar por el falso enigma. Por Hugo Chávez Frías, el militarote, el golpista, el populista que, poco a poco, lleva a su país hacia la Cuba castrista, milimétricamente, con no otra intención que extender el malestar contra los Estados Unidos, cuya torpeza política es bastante responsable -por cierto- de esta situación, y contra todo aquel «enemigo» que no siga las consignas supuestamente revolucionarias del rey-dios bolivariano y bravucón.

La pregunta para los historiadores de verdad, para quienes de verdad conocen Venezuela y su historia de machete, es saber hasta cuándo va a aguantar su población las despóticas leyes y consignas de un rey-dios que ha convertido el país en una sangría económica y humana: casi 20.000 muertos por violencia el año pasado, aunque el gobierno no da cifras de estos datos desde el año 2005. ¿Acaso casi 20.000 muertos al año no es una guerra civil encubierta en la inseguridad ciudadana? Mientras tanto, ufano como un nuevo Libertador, Hugo Chávez, el rey-dios sigue su camino hacia atrás, huyendo hacia delante, de triunfo en triunfo, y de ruina en ruina, hasta la derrota final de Venezuela.

J. J. Armas Marcelo

www.abc.es

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