domingo, 10 de outubro de 2010

Novelar

En el Museo de Arte de Lima hay una Última Cena de la época colonial en la que Cristo y los Apóstoles se disponen a comer un asado de cobaya. El cordero pascual habría resultado incomprensible para una población que desconocía el ganado ovino, así que el pintor, probablemente un indio o un mestizo, representó la escena como un banquete limeño de finales del XVI o comienzos del XVII. Eso me decía hace diez años, mientras contemplábamos el cuadro, mi paisano monseñor Aldaiturriaga, pasionista y obispo del Callao. Pero quizá el artista fuese un español capaz de adaptar su propia tradición icónica europea a los estilos y lenguajes de la colonia, pues trabajaban ya en América pintores de iglesia nacidos en España. Por entonces, en México triunfaba como tal Baltasar de Echave, un guipuzcoano de Zumaya. Quién sabe si en Lima no hubo casos parecidos.

Mi amiga Guadalupe Arbona me contaba este verano su fantástica experiencia como profesora visitante en una pequeña universidad católica de la Amazonía peruana, donde un estudiante del curso que ella impartía había reescrito un capítulo del Quijote con el lenguaje y las imágenes de los mitos amerindios. No es imposible que el estudiante en cuestión fuese un sujeto natural e ingenuo, aunque tiendo a desconfiar de las idealizaciones nativistas. La universidad es de fundación reciente, obra de un enérgico obispo polaco, para un alumnado procedente en su totalidad de las etnias indígenas de la región. Ni aún así dejo de atisbar en el trasfondo de la historia que me contaba Guadalupe la sombra de Saúl Zuratas, Mascarita, el protagonista judío de El hablador, de Mario Vargas Llosa, que traducía el Génesis al lenguaje de las mito-lógicas de los indios amazónicos del Perú. ¿Conocen éstos la novela de Vargas Llosa? No me costaría creerlo. Antes de ver la luz la segunda parte del Quijote, sus personajes ya eran populares entre los campesinos españoles. Por motivos idénticos -la gran eficacia narrativa de Vargas Llosa, su accesible ironía, su humanismo de la mejor especie cervantina- cabe sospechar que su obra es mucho más ampliamente conocida y admirada que lo que él mismo parece pensar.

Novelar, en Vargas Llosa, es desvelar el mundo para comprenderlo. En el siglo de la Megamuerte, Vargas Llosa se propuso mostrar como las ideologías nacidas en Europa se transformaban inevitablemente en caudillismos pedantes y totalitarismos deletéreos al irrumpir en Latinoamérica, dando lugar a hibridaciones monstruosas, carneros-cobayas inéditos en el Viejo Continente. Ese es en efecto, el modelo subyacente a buena parte de su narrativa, explícito ya en su gran ensayo sobre el indigenismo de Arguedas, La utopía arcaica, y reconstruido como ficción en metáforas que iluminan dilatados períodos históricos, novelas como algoritmos que trascienden sus argumentos concretos. Así, por ejemplo, La Historia de Mayta, concebida sobre el trasfondo del trosquismo agrario de Hugo Blanco, nos permite entender el posterior y mucho más destructivo itinerario de Sendero Luminoso, y La fiesta del chivoofrece, en el charco corrupto y sangriento del trujillismo, el espejo idóneo para reflejar el destino de las dictaduras revolucionarias todavía activas en el área caribeña.

Jon Juaristi

www.abc.es

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