terça-feira, 12 de outubro de 2010

Parábola del niño palestino

Ya conocen las imágenes que unas muy oportunas cámaras grabaron para que todo el mundo pudiera confirmar lo que ya sabe. Niños palestinos, acompañados por adultos —los maestros que los inician en sus labores patrióticas—, esperan armados con piedras junto a una calle. Un coche baja hacia la curva a lo largo de un muro de piedra gris rosácea característica de Jerusalén. La cámara enfoca directamente al coche con su objetivo bien determinado. De repente, de los lados y desde detrás de la cámara surgen los niños tirando piedras contra el coche, que frena un poco al principio, sigue después. Los niños corren hacia el coche y tres de ellos se abalanzan literalmente sobre el coche, dos de ellos de frente a la capota. Uno de ellos, lanzado al aire por el impacto inevitable, vuela hacia lo alto y cae cabeza abajo sobre el cristal del vehículo. Éste se aparta a un borde y para unos instantes. Parece que el conductor no sabe qué hacer. Pero de inmediato acelera y se aleja del lugar. Fin de la escena.

Objetivo cumplido. Televisiones de todo el mundo abren horas después sus informativos con estas imágenes. Niño palestino arrollado por un israelí. Un ultraderechista judío atropella a un niño palestino. Fanático judío arrolla a un niño palestino. El mensaje de obligada asimilación es que un furibundo racista, fanático religioso y colono usurpador israelí vio a unos niños palestinos jugando felices e inocentes y, decidido por odio a hacer el mal, se lanzó contra ellos a ver a cuántos mataba. Algún iluso dirá que las cosas no sucedieron así. Que un enjambre de niños estaba apostado para apedrear a los vehículos que pasaban y que muchos de ellos se dirigieron directamente a este coche con ánimo de hacer todo el daño posible al vehículo y a sus ocupantes. Y que algunos, entre ellos el atropellado, se lanzaron por delante hacia el coche para intentar que se parara y sus ocupantes quedaran a merced de los agresores. Nadie sabe lo que habría sucedido de haber sido así. Lo que parece fácilmente imaginable es que ninguno de los cámaras o fotógrafos presentes habría hecho nada por ayudar a los ocupantes del vehículo agredido. Lo cierto es que la colisión fue inevitable. Y que el conductor paró un instante el coche para ver qué les había pasado a los niños. Poniendo en riesgo su integridad física, rodeado de agresores niños y adultos. Cualquier conductor agredido a pedradas por una turba en un suburbio europeo o norteamericano habría acelerado en pánico, se habría llevado por delante a quien fuera, y no habría parado hasta estar muy lejos y sentirse seguro. Fuera judío o árabe, colono o catedrático, fanático o humanista, el conductor se comportó de la mejor manera posible. Es fácilmente deducible de las imágenes. Da igual. El mensaje tenía que ser otro y lo fue. Este incidente nos ofrece la metáfora perfecta del juicio que hacen de Israel unos medios y unos gobiernos que pueden ser muy bien pensantes, pero rezuman mala fe. En esto habrán pensado muchos cuando supieron que el ministro de Exteriores Avigdor Lieberman les había dicho a sus colegas francés y español, Kouchner y Moratinos, que se ocupen de sus asuntos y dejen de aparecer por Israel a dar lecciones. La mayoría de los israelíes no comparten la radicalidad de Lieberman, pero muchos —no sólo israelíes, no sólo judíos— están hartos de que estos dos personajes, tan comprensivos con los enemigos a muerte de Israel, acudan a jalear a los niños y llamen después al linchamiento del conductor.

Hermann Tertsch

www.abc.es

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