Del espíritu de la época en la transición del siglo XVI al XVII pueden ser exponentes la vida y la obra de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, tres de los mayores escritores que ha producido España.
Miguel de Cervantes nació en Alcalá de Henares, reinando Carlos I, en 1547. Fue un año notable: batalla de Mühlberg, nacimiento de Juan de Austria, muertes de Enrique VIII de Inglaterra, de Francisco I de Francia y de Hernán Cortés; comienzo de la guerra civil en Perú, subida al trono de Iván el Terrible, Eduardo VI de Inglaterra y Enrique II de Francia. La adultez de Cervantes transcurrió bajo Felipe II, y sus últimos 18 años con Felipe III. Cuando murió a los 69 años, algunos datos indicaban un cambio profundo: los holandeses hostigaban las posesiones hispanoportuguesas de las Molucas y Filipinas. Samuel de Champlain, antiguo agente secreto de Felipe II, según varios indicios, asentaba la posesión francesa de Québec. Richelieu, que había de convertirse en una plaga para España, era nombrado secretario de estado.
Cervantes de familia de pocos medios estudió en varias escuelas, pero no en la universidad. En Madrid, con 20 años, asistió a las clases del humanista y cronista Juan López de Hoyos y tomó afición a las letras. Al parecer, con 22 años hirió en duelo a otro hombre, por lo que marchó a Italia, donde se impregnó de su cultura, vivió años felices y posiblemente tuvo un hijo ilegítimo. Sirvió unos meses al clérigo Giulio Acquaviva, y a los 23 años se alistó en el tercio de Miguel de Montcada. Al año siguiente estuvo en la batalla de Lepanto: aunque enfermo y con fiebre, prefirió salir a luchar en "la más alta ocasión que vieron los siglos", arriesgándose a "morir peleando por Dios y por el rey". Recibió tres heridas de arcabuz, una de las cuales le estropeó la mano izquierda.
Siguió en el ejército hasta 1575, e intervino en acciones por Navarino, Túnez, La Goleta y Corfú. Ese año pidió licencia y, volviendo a España, tuvo la desgracia de ser su barco apresado por piratas argelinos, quedando cautivos él y su hermano Rodrigo, también soldado, en las infernales prisiones de Argel. Su rescate no pudo ser pagado, lo que prolongó su cautiverio cinco años. Organizó cuatro intentos de fuga, siempre sin suerte y traicionado varias veces, declarándose responsable para salvar del castigo a sus compañeros. Su hermano sí fue rescatado, y desde España preparó una galera para liberar a Miguel y a otros cautivos, pero los moros apresaron el barco. Otra vez, con dinero prestado por un mercader valenciano, adquirió una embarcación para escapar con sesenta compañeros, pero fue delatado. En 1580, cuando ya estaba encadenado en una galera para ir a Constantinopla, llegó el rescate, reunido por su madre y unos monjes trinitarios, y pudo al fin volver a España por Valencia.
Sus diez años como soldado y como cautivo revelan un espíritu aventurero no infrecuente, y temple de héroe. Pero a las trágicas condiciones de Argel sucedió un arduo "sentar la cabeza", ya con 33 años. Terminó su primera obra larga, La Galatea, en 1583, entró en el mundillo literario y en 1584 se casó con Catalina Salazar, tras haber tenido una hija ilegítima con Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero y acaso familiar lejana del autor de La Celestina. Catalina tenía 19 años y él 37, y suele suponerse que el matrimonio fracasó. Si bien Cervantes parecía preferir "el peor concierto al divorcio mejor", se separaron a los dos años, para reunirse siete después. La separación pudo nacer de la dura necesidad de buscar trabajo. A los 40 años entró en una sórdida y oscura lucha por la subsistencia, atosigado por la pobreza, en poco apreciados trabajos de recaudador de víveres para la Gran Armada, primero, y después de impuestos y tareas similares, que le llevaron varias veces a la cárcel, acusado de defraudación. La fortuna huraña le perseguiría hasta 1605, cuando publicó la primera parte del Quijote, concebida en prisión. Tenía ya 58 años y se hizo popular en media Europa, aun si no por ello se enriqueció. Diez años después publicó la segunda parte, y entre tanto las Novelas ejemplares y otras obras.
Cervantes murió en 1616. Por entonces fallecieron también William Shakespeare, uno de los mayores genios de la literatura, y el Inca Garcilaso de la Vega, autor de Comentarios reales, fuente importante sobre la vida de los incas, bastante idealizada, y de un relato de la expedición de Hernando de Soto a Florida. Garcilaso era hijo de un conquistador de Perú y de una princesa india, se había educado en el Colegio de Indios Nobles de Cuzco y participado como militar en la Guerra de las Alpujarras.
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Félix Lope de Vega, catorce años más joven, nació en Madrid en 1562, reinando Felipe II. Año sin efemérides muy notables: fundación de algunas ciudades en América y Méjico, prosecución de la primera guerra de religión francesa... Lope era, como Cervantes, de familia humilde (su padre, bordador). Niño prodigio, desde muy temprana edad componía versos y comedias, y sus talentos le ganaron protecciones que le permitieron estudiar cuatro años en la universidad de Alcalá de Henares, hasta 1581. Pero no llegó a graduarse debido a su vida licenciosa y su irresistible fascinación por las mujeres, que le acompañaría toda la vida: "Yo estoy perdido, si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer, y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto". Uno de sus primeros amores, Elena Osorio, separada del marido, terminó casándose, aparentemente por interés, con un sobrino del poderoso cardenal Granvela, lo que enfureció de tal modo a Lope que atacó a los implicados con libelos como uno que empezaba: Una dama se vende a quien la quiera... Los libelos le valieron una corta pena de cárcel, pero reincidió y fue desterrado de Madrid por ocho años, y por dos de Castilla. En 1588 se fugó y se casó con Isabel de Urbina.
Como a Cervantes, le atrajeron la aventura y la milicia. Cinco años antes había servido con Álvaro de Bazán en la batalla de la isla Terceira, y apenas casado se enroló en la Gran armada, a cuyo desastre sobrevivió. Después marchó a Valencia con Isabel, y cuando pudo volver a Castilla tuvo más suerte que Cervantes, pues trabajó de secretario de algunos nobles como el duque de Alba nieto del de Flandes. 1594 murió Isabel, y al año siguiente, cumplido el destierro, volvió a Madrid. Tras varios lances amorosos, volvió a casarse en 1598, año de la muerte de Felipe II, con Juana de Guardo, mujer al parecer vulgar pero de familia adinerada, lo que valió sátiras del mundillo literario. Tuvo nuevas amantes y numerosos hijos, legítimos y bastardos, debiendo sostener dos hogares, lo que le obligaba a trabajar sin tasa. Los autores ganaban poco por entonces, aun los más populares como él. Escritor infatigable –"monstruo de la naturaleza" le llamaría Cervantes–, se le atribuyen hasta 1.800 comedias y 3.000 sonetos, cifras muy exageradas, además de novelas cortas y epopeyas. Fue secretario del futuro conde de Lemos, también protector de Cervantes, Góngora y otros.
En 1612 falleció uno de sus hijos más queridos, y al año siguiente su esposa, Juana. Estas desgracias debieron de abocarle a una crisis vital: en 1614 se ordenó sacerdote y escribió Rimas sacras. Ni aun así cesó su afición a las mujeres, pues se enamoró, el año de la muerte de Cervantes, y con 54 años, de Marta de Nevares, que solo tenía 26 y estaba casada, con quien tuvo una hija. La bella Marta, mujer de temperamento artístico, tuvo un final triste: hacia 1621 quedó ciega, y siete años después enloqueció, mientras Lope, ya viejo, la atendía en su doble mal. Lope comprobará cómo su popularidad y honores oficiales no le abrían siempre la puerta de los poderosos: el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, le prestará poca atención. Si bien vivió con desahogo, sus años finales le trajeron desengaños y desgracias. Muchos de sus hijos murieron antes que él. Uno de ellos, Lope Félix, con talento poético, se ahogó buscando perlas en la isla Margarita, de Venezuela; un nieto pereció en campaña en Milán; Marta falleció en 1632, y Lope tres años después, a los 73. Ese año Francia declaraba la guerra a España y se fundaba la primera escuela inglesa en América, en Boston.
Lope, hombre sociable, tuvo muchos amigos escritores, nobles y en otros medios. Uno de los más interesantes fue el capitán Alonso de Contreras, arquetipo de aventurero y soldado español. Contreras, de padres pobres, asistió a una escuela de barrio en Madrid, donde, con 13 años, mató a un compañero en una reyerta infantil, no siendo penado seriamente debido a su corta edad. Al año siguiente, 1597, se alistó para Flandes, recorrió el Camino español y, engañado por un cabo de escuadra poco belicoso, volvió a Italia y llegó a Malta. Desde allí se hostigaba el norte de África y los mares griegos, pues la precaria paz entre España y Turquía no impedía el constante corso mutuo y el temor a cualquier súbita ofensiva. A los dedicados al corso y espionaje contra turcos y moros "llamábannos en Nápoles los levantes del duque de Maqueda y nos tenían por hombres sin alma". Contreras ganaba fortunas y las derrochaba con la misma rapidez en mujeres y juego. En Malta se hizo Contreras un diestro navegante.
Como dato típico, fue encargado de averiguar el fundamento de alarmantes rumores sobre una gran acción naval enemiga. Entonces se apoderó en Salónica del judío encargado de recoger tributos, por quien supieron que no había peligro aquel año. Ya volviendo, a sugerencia del piloto griego, se llevó de Quíos a la favorita del gobernador turco. El gobernador prometió empalar a Contreras después de hacer que "seis negros se holgasen con mis asentaderas", pero nunca lo capturó. Sí apresaría al piloto, a quien "desollaron vivo e hincharon su pellejo de paja, que hoy está sobre la puerta de Rodas".
Durante su peligrosa vida, Contreras se hizo ermitaño en el Moncayo, fue acusado de una conjura armada de moriscos, llegó a capitán en Flandes, regresó al Mediterráneo y más tarde fue al Caribe, donde combatió al pirata inglés Walter Raleigh (Guatarral), fue gobernador de la ciudad de L´Aquila y en Nápoles salvó a un convento de monjas de una erupción del Vesubio y se hizo Caballero Comendador de la Orden de Malta. Hacia 1630 se retiró de sus 33 años de aventuras. Escribió sobre las rutas del Mediterráneo y, a instancias de Lope, su autobiografía. Esta, muy concisa y expresiva, describe magníficamente facetas del clima social y ciertas formas de vida de la época (*).
Quevedo también nació en Madrid en 1580, año de la unión de España y Portugal, de la refundación de Buenos Aires por Juan de Garay, de la universidad de Bogotá, la proscripción de Guillermo de Orange por Felipe II, la muerte del historiador Zurita, el inicio de la conquista de Siberia por Yermak...
Los padres de Quevedo eran acomodados y relacionados con la corte. Él estudió con los jesuitas, en las universidades de Alcalá, cuyo ambiente juvenil le inspirará trozos de su novela picaresca El buscón, y Valladolid; y por su cuenta adquirió conocimientos de francés, italiano, árabe, hebreo y griego, de filosofía y teología. Muy joven, se escribió con el escritor flamenco Justo Lipsio, teorizador del estado autoritario y armonizador del estoicismo con el cristianismo, corriente neoestoica de la que participó Quevedo.
Su dedicación intelectual admitía otras facetas. Experto esgrimista pese a cojear por un defecto de nacimiento, intervino en duelos y al parecer mató a un hombre. Tenía más defectos, como la miopía o la tendencia a engordar, lo cual no le impedía zaherir a otros por sus fallos físicos, como al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, pelirrojo y corcovado, nacido en Méjico. Su vena satírica le ganaría muchos enemigos.
Al revés que Cervantes y Lope, se implicó en la política, sin por ello dejar de escribir ensayos, ficción y poesía. Teniendo 33 años lo reclamó el virrey de Sicilia, su amigo Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, de quien se convirtió en agente para misiones secretas o discretas; Osuna era un tipo de noble ya en desuso, pues prefería las empresas bélicas y políticas al disfrute y corrupción de la corte. Había luchado en Flandes y, considerando a Sicilia la llave del Mediterráneo, modernizó la escuadra, limpió el mar de corsarios islámicos y la tierra del bandoleros, y combatió la extendida venta de cargos públicos. Quevedo volvió a Madrid en 1616 a comprar voluntades (comparó a los cortesanos con putas) a fin de ganar el virreinato de Nápoles para Osuna; que fue nombrado, pero poco antes de sus gestiones. De nuevo en Italia, Quevedo atendió a la hacienda y dirigió acciones de espionaje contra Venecia, que, junto con Saboya, atacaba en Italia los intereses españoles. La flota de Osuna hostigó a Venecia, la cual salió de su intento casi en quiebra. En 1618 sucedió la nunca bien aclarada Conjura de Venecia, digna de la mejor novela de intriga y espionaje si la realidad no superase tan a menudo a la ficción. El gobierno veneciano acusó a Osuna y a Quevedo de conspirar para saquear la ciudad, e hizo asesinar a 300 personas. No se sabe si la conjura existió o fue una provocación veneciana, combinada con otra de Saboya que atribuía a Osuna veleidades independentistas, para hundir al duque en Madrid (**).
En todo caso, los astutos enemigos de Osuna en Nápoles y en Madrid labraron la ruina del duque. Llamado a España en 1520, Osuna fue procesado (moriría cuatro años después, en prisión) y Quevedo desterrado a una pequeña propiedad suya en Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, donde, para más amargura, hubo de pleitear con el concejo. Con todo, allí escribió poesía y se enfrascó en nuevos estudios sobre Séneca. Corto destierro porque, al ser coronado el nuevo rey, Felipe IV, en 1521, pudo volver a la corte, se acercó al nuevo valido, el conde-duque de Olivares, y prosperó hasta hacerse secretario del rey en 1632. Llevaba una vida poco ordenada de burdeles, tabernas y con una amante. Su protector el duque de Medinaceli, presionado por su esposa, le presionó a su vez para que sentara la cabeza y se casase con una viuda con hijos. Pero el enlace fracasó desde el comienzo; tal vez Quevedo estaba ya demasiado hecho a la soltería.
Inmerso en las intrigas cortesanas, no cejó en sus sátiras. A Góngora lo tachó de mal sacerdote, obsceno bajo su lenguaje complicado, sodomita y judío. El ofendido le replicó con no menor acritud. Góngora, de la generación de Lope, era un tipo humano muy distinto de los anteriores: cordobés de familia noble relacionada con la Inquisición, recibió una educación esmerada, estudió en Salamanca, no salió de España ni sintió tentaciones aventureras o militares, y siguió una carrera eclesiástica estable, desde la cual buscó en la corte beneficios para sí y para sus deudos. Fue hombre conversador, jovial, aficionado a los espectáculos y a los naipes –en los que perdió bastante dinero–, y sus predicaciones no sonaban muy fervientes. Enriqueció el idioma con bastantes palabras nuevas, y su gran talento poético, muy influyente, fue apreciado por Cervantes, aunque no, desde luego, por Quevedo, que lo satirizó acremente en la pugna entre los estilos llamados conceptismo (Quevedo) y culteranismo (Góngora).
Descontento con la forma de gobernarse el país, a las ostentaciones, derroches y favoritismos, Quevedo terminó chocando con Olivares y con el rey, y en 1639 fue de pronto arrestado y confinado en el gélido edificio de San Marcos de León. Cuatro años más tarde, caído Olivares, salió libre, pero ya muy enfermo, y en 1645 fallecía. Ese año moría también el conde-duque de Olivares, y estaban en marcha la Guerra de los treinta años, la Guerra civil inglesa, y la de Flandes.
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Hay significativas coincidencias en la peripecia vital de estos tres autores, tan ilustrativos del cambio de siglo. Ante todo compartían un talento excepcional, y afición al arte en una época sin derechos de autor ni expectativa de mayor ganancia por unas obras que, en cambio, podían causarles serios disgustos.
Muchos escritores apenas habrían subsistido sin la ayuda de mecenas, que, por suerte, no faltaban. Uno de los más notorios fue el lucense Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, que ostentó entre otros los cargos de presidente del Consejo de Indias y del de Italia, virrey de Nápoles y Alguacil mayor del reino de Galicia, y trató en vano de romper la supeditación de Galicia a Zamora en las Cortes. Él mismo fue un literato menor y reunió en su palacio de Monforte de Lemos una copiosa biblioteca y una Academia literaria. Fue amigo y favorecedor de Lope, Cervantes, Góngora y Quevedo, todos los cuales le dedicaron sentidas frases de reconocimiento. A él dirigió Carvantes sus últimos versos en su obra póstuma Persiles y Segismunda: Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo.(...) El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan...
No menos fueron los tres hombres de acción y conocieron la cárcel por dentro. La historia de Cervantes vino marcada por la mala suerte y una tardía popularidad; la de Lope por sus amores y amoríos, y la de Quevedo por sus intervenciones políticas. Los tres fueron poetas, dramaturgos y novelistas de aguda percepción y pensamiento subyacente; Quevedo, además, erudito y ensayista filosófico y político.
El mundo literario español, particularmente el de Madrid, estaba bien poblado de talentos de todos los niveles, entre los cuales proliferaban las sátiras, las disputas, las murmuraciones y las ofensas. Los tres fueron escarnecidos, a menudo con virulencia, y ellos a su vez participaron en el juego (Cervantes en menor medida): formaba parte del oficio que, no obstante, tenía compensaciones en el trato sociable, con frecuencia en tabernas, y al que debe de referirse Cervantes en su despedida al borde de la muerte: ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos, que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida! Palabras expresivas de su fe no menos que del sentimiento por los ambientes de que tanto debió de haber disfrutado.
Contra el tópico de que solo los niños de alta posición recibían enseñanza, el caso de Lope y Cervantes, o el de Contreras, indica otra cosa. Los tres autores comparten una sólida convicción religiosa y patriótica, cierta proximidad a la Inquisición –entendida, pese a las críticas como un instrumento que liberaba a España de las guerras intestinas (y también de la monstruosa quema de brujas). Les diferencia el talante personal.
(*) Una edición reciente de la vida de Contreras en la editorial Maremagnum Langre.
(**) Un excelente relato de la Conspiración de Venecia y de aspectos de la relación entre Osuna y Quevedo, en Don pedro Girón, duque de Osuna. La hegemonía española en Europa a comienzos del siglo XVII, de Luis M. Linde, Ediciones Encuentro.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado (26/7/2009)
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