A una parte de la izquierda –la más fiel a sus principios socialistas y, por tanto, totalitarios– nunca le ha importado la libertad de los seres humanos. Su programa consistía únicamente en cambiar la sociedad, en construir un nuevo mundo donde supuestamente todos los individuos iban a ser iguales y donde, siguiendo a Marx, el hombre dejaría de explotar al hombre.
El único problema es que los seres humanos no estaban demasiado interesados en que les planificaran la vida y les cercenaran su libertad. El socialismo siempre ha estado y estará asociado con la fuerza y con la violencia porque es imposible su implantación pacífica. De ahí las múltiples revoluciones, insurrecciones, golpes de Estado y guerras civiles que ha promovido la izquierda más radical: necesitaban acceder, sea como fuere, al monopolio del poder para ser capaces desde allí de reprimir y asfixiar a los individuos.
Claro que llegó un momento en el que descubrieron que la sublevación abierta, el destape y el clamor revolucionario cada vez se volvían menos efectivos. Si tras la experiencia soviética Gramsci ya descubrió que la única forma de implantar el socialismo en el Occidente democrático era pervirtiendo las instituciones desde dentro, una vez caído el muro, cualquier conato de insurrección comunista, por lo general, habría fracasado nada más empezar.
Por este motivo, la izquierda totalitaria ha adoptado en todo el mundo nuevas y originales formas destinadas a conservar sus esencias, tal y como magistralmente explicó Jean-François Revel en su Gran Mascarada. En Europa y Estados Unidos, la conversión se produjo en forma de "movimiento ecologista": una fórmula para controlar la provisión energética y, por tanto, el conjunto de la economía. En América Latina, sin embargo, el reclamo fue otro: la pobreza de la mayoría de los ciudadanos y los privilegios de los que gozaba una casta política poco democrática, nada liberal y mayoritariamente criolla, llevaron a los totalitarios a enarbolar la bandera de la redistribución de la riqueza, el derrumbe de las oligarquías y, en definitiva, una reinvención de la "democracia" que otorgara una igualdad efectiva a las siempre sometidas clases indígenas. Para terminar de darle consistencia al cóctel, se puso a Estados Unidos como enemigo externo y desestabilizador (debido a las intervenciones más o menos afortunadas que tuvo durante la Guerra Fría) al que culpar de todos los males habidos y por haber.
Ésta fue la fórmula ideológica que tuvo que inventarse Hugo Chávez para alcanzar el poder en Venezuela después de su fallido golpe de Estado de 1992 contra Carlos Andrés Pérez. Su objetivo, claro, era tomar el poder y explotar a su pueblo; poco o ningún respeto le guardaba a la democracia y mucho menos a la libertad de sus ciudadanos. Siete años después, sin embargo, ya había aprendido la lección gramsciniana: manipula a la población, gana las elecciones y, desde dentro, implanta poco a poco una dictadura.
Es el modelo bolivariano que desde entonces se ha exportado con éxito a Bolivia, Ecuador y Nicaragua y que en Occidente nos intentan vender como plenamente democrático y respetuoso con las libertades de los latinoamericanos, pese a que sus promotores no dudan en rendir culto y buscar inspiración en la dictadura cubana.
La revolución interna bolivariana ha fracasado, de momento, en Perú, México y Honduras. En los dos primeros casos, Ollanta Humala y Andrés Manuel López Obrador perdieron las elecciones; en el segundo, Manuel Zelaya las ganó con el Partido Liberal y con un programa electoral totalmente contrario al chavista, pero afortunadamente las instituciones hondureñas –el Legislativo, el Judicial y el Ejército– abortaron desde dentro el golpe de Estado que tenía programado Zelaya y que no sólo era absolutamente contrario a la Constitución hondureña, sino que además ya sabemos que iba a ser todo un fraude electoral.
Desde entonces el chavismo –que inclusó proporcionó al depuesto presidente hondureño las urnas y las papeletas del referéndum inconstitucional– ha tratado de presionar a los hondureños para que Zelaya sea restituido en su cargo. La unidad de todos los poderes del Estado y el respaldo prácticamente unánime de la sociedad civil han impedido tal extremo, pese a que una lamentable comunidad internacional ha hecho un completo vacío a la democracia hondureña, dejando que Chávez y los suyos siguieran con sus tejemanejes y amenazas.
El caso probablemente más ridículo fue el de la Organización de Estados Americanos (OEA), que primero lanzó un ultimátum de expulsión a Honduras por el golpe contra la democracia y después dio marcha atrás no reconociendo como válida la decisión de Micheletti de abandonar una institución internacional que cada vez parece más sumisa a los intereses totalitarios bolivarianos. Todo ello pocas semanas después de que la OEA invitara a Cuba a regresar a la organización: tales son sus exigencias democráticas.
Sin embargo, el ridículo de la OEA no ha sido el único. En España Zapatero no dudó en apoyar a Zelaya retirando el embajador español en Honduras. Nada ha dicho, por el contrario, de la continúa intromisión chavista en la política hondureña; no tenemos constancia de que el embajador español en Venezuela vaya a ser llamado a consultas.
Obviamente, toda esa complaciencia internacional con las bravuconadas de Chávez le han dado alas para que dé, con la excusa de restituir la democracia, el paso definitivo: invadir Honduras. Que el gorila venezolano esté dispuesto a saltarse su guión tradicional –ganar las elecciones y abolir la democracia desde dentro– sólo indica que está en una situación de debilidad; la deposición de Zelaya lo ha humillado ante el resto de América Latina y ante sus objetivos futuros. Y ya se sabe que los animales acorralados reaccionan de la manera más violenta posible.
Esperemos que la escala de amenazas de Chávez no cristalice en una invasión armada. Desde luego, sería el peor final que podría alcanzar esta limpia defensa del orden constitucional hondureño. Pero en todo caso sería un final que las democracias occidentales, y muy en particular la española, habrían incentivado con su apoyo pasivo al golpismo bolivariano de Hugo Chávez y Manuel Zelaya; dicen defender la democracia pero, como a la izquierda más radical, sólo les importa el poder y el sometimiento de la población.
Editorial LD
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