En la controversia mundial acerca del cambio climático es extraordinariamente difícil distinguir entre el conocimiento científico, el culto místico a la Naturaleza, la hostilidad ideológica hacia el progreso y la pose mediática.
Pero Barack Obama intenta aglutinar todas estas contradicciones en una ley que se discute intensamente en este momento en Estados Unidos. La mayoría demócrata de la Cámara de Representantes acaba de aprobar esta ley, llamada Clean Energy Bill . El partido del Presidente la anuncia como una revolución tan significativa como la de los Derechos Civiles. Los republicanos están en contra y Paul Krugman, el editorialista estrella de The New York Times, los acusa de «traicionar al planeta»: en Estados Unidos, nunca vacilan ante la exageración. En realidad, si el Senado de Estados Unidos aprobara a su vez esta ley sobre el cambio climático, la incidencia en la temperatura sería nula. Pero América se proveería de una nueva burocracia verde e, inevitablemente, Europa se dejará llevar.
Aparentemente, este sistema estadounidense, denominado de cap and trade -fijación de límites máximos e intercambio de derechos de emisión- es inteligente porque concilia la ecología con el mercado: cada industria productora de gases de efecto invernadero tendrá una cuota de emisión. Los que superen la cuota podrán comprar derechos para contaminar a los que no la alcancen. En los años noventa, este método que, en principio incita a la innovación, permitió la eliminación de los sulfuros que originaban la lluvia ácida en Europa y Norteamérica. Pero la lluvia ácida sólo afectaba a algunas fábricas en una zona geográfica limitada; además, existía una técnica para eliminar los gases tóxicos a un coste accesible. El sistema de fijación de límites máximos e intercambio de derechos de emisión no sirve para hacer frente al calentamiento climático, puesto que si el calentamiento existe es mundial por definición. También sabemos que el sistema no hace nada contra los gases de efecto invernadero, puesto que ya existe en Europa desde 2005 sin ningún resultado. Los estadounidenses parecen ignorar este precedente europeo (Plan de Comercio de Emisiones), cuya lección, sin embargo, está muy clara. O, como en el caso europeo, las cuotas asignadas a cada empresa son elevadas y el incentivo para innovar es nulo; o, como en el proyecto estadounidense, las cuotas son bajas y las empresas afectadas se sentirán tentadas de huir hacia países no regulados. Así pues, el cap and trade sólo tendría efecto sobre el clima si fuera mundial; pero los países emergentes, que son los que más contaminan, no lo quieren. Estos países o no creen en el calentamiento, o consideran que el desarrollo es prioritario, u opinan que el único culpable es Occidente.
Por otra parte, las energías alternativas, sin carbono, de momento no existen: no se puede hacer funcionar una fábrica de cemento con un motor eólico. A corto plazo, el único sustituto posible, aunque caro, es la energía nuclear: los ecologistas no la quieren, y los países pobres no cuentan con medios para ello.
Por tanto, se elija lo que se elija, el sistema de fijación de límites e intercambio de derechos de emisión es inservible si las cuotas son bajas, y suicida si las cuotas son elevadas. Pero en todos los casos, el sistema exige contabilizar las unidades de producción de gases de efecto invernadero, asignarles cuotas y controlar que éstas se respetan: el único resultado seguro será por tanto la creación de una extensa burocracia, con un controlador verde para cada chimenea. Observemos también que las empresas afectadas por el cap and trade representan sólo un 30% del dióxido de carbono emitido a la atmósfera. La ley estadounidense ataca pues a lo más capitalista de nuestras economías: ¿por facilidad o por prejuicio ideológico? Demasiado a menudo, y ciertamente en el debate sobre el calentamiento, el ecologismo coincide con el anticapitalismo.
¿La conclusión es que no es urgente hacer nada en absoluto contra el calentamiento climático? Probemos más bien a trazar una vía intermedia entre lo que se sabe y lo que no se sabe respecto al cambio climático. Se sabe, más o menos, que el calentamiento es indudable. Que el dióxido de carbono interviene, pero sólo en parte. Que innegablemente las actividades humanas también contribuyen, pero se ignora a qué escala. Se sabe que el calentamiento, a la larga, podría tener unas consecuencias nefastas y otras beneficiosas: todo depende de las regiones.
Ante esta incertidumbre, conviene actuar, sí, pero con una enorme precaución. La solución más racional y aplicable, sin quebrantar la economía, sería un impuesto sobre la producción de dióxido de carbono. Este impuesto debería ser lo bastante modesto como para no perturbar el mercado y suficiente para estimular la innovación: el economista danés Bjorn Lomborg sugiere cuatro euros por tonelada. Este impuesto nacional sobre el carbono podría tener validez mundial si se completara en las fronteras con un impuesto sobre el valor añadido: determinación de la tasa a la entrada y exención a la salida en función del contenido en dióxido de carbono incorporado al producto comercializado.
Este sistema sería más práctico y más operativo que el cap and trade: el único riesgo sería una elevación excesiva del impuesto o su utilización con fines proteccionistas. Evidentemente, el Congreso de Estados Unidos, que aprobó en primera lectura el cap and trade, está tan motivado por el deseo proteccionista como por el de salvar el planeta: bien mirado, la responsabilidad de sancionar a Estados Unidos si la lucha contra el calentamiento se convirtiera en un simple pretexto para bloquear las importaciones sería de la Organización Mundial del Comercio. Pero si se cree que hay calentamiento climático, si se cree que es peligroso, si se cree que está causado por el dióxido de carbono, si se cree que hay que actuar antes que no actuar, la vía fiscal es la mejor.
¿Por qué, como en Estados Unidos, esta vía tampoco se sigue en Europa? Seguramente, los líderes políticos prefieren la pose a la acción: en este asunto, Barack Obama busca más el liderazgo que la eficacia. Va a poder crear una gigantesca administración suplementaria, una burocracia verde, lo cual es coherente con la ideología de su partido. Lo cierto es que, cuando asisten a estas controversias, los chinos, los indios o los rusos, que, con razón o sin ella, son indiferentes al calentamiento climático, se ríen sarcásticamente de nuestros aspavientos ecológicos y de nuestros impulsos suicidas.
Guy Sorman
www.abc.es
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