La conquista de Chipre fue acompañada de una ofensiva turca por el Adriático, que empujó a gran parte de la escuadra veneciana a refugiarse en Sicilia. Estos retrocesos asustaron a la cristiandad mediterránea, y el papa Pío V llamó en 1570 a una cruzada contra los otomanos, que despertó en España el mayor entusiasmo, visible en Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz o Teresa de Jesús o en las contribuciones especiales recogidas entre el pueblo y el clero. Felipe II, pese a estar todavía embebido en la guerra morisca, o quizá por ello, prometió su auxilio. Por el contrario, el rey francés Carlos IX, rehusó con insolencia la petición papal, mientras aprovisionaba de armas y alimentos las bases musulmanas de Argelia. La acosada Venecia hizo caso omiso de las presiones francesas contra la nueva y proyectada Santa Alianza, y se sumó a ella, y así las demás potencias italianas, pese a los esfuerzos diplomáticos de Carlos IX. Por primera vez desde tiempos de Roma, toda Italia participó en una empresa común y lo hizo al lado de España.
El 25 de agosto de 1571, unos meses después de sofocada la rebelión morisca, la armada cristiana zarpó de Mesina en busca de sus enemigos en el Adriático. La mandaba el joven Juan de Austria, y llevaba a bordo los tercios de Italia y buen número de soldados italianos y alemanes. Las cifras, como suele ocurrir, varían de unas fuentes a otras, pero quizá sea aproximada la de 41.000 hombres entre marineros y soldados. El principal organizador fue Álvaro de Bazán, uno de los mejores almirantes de su siglo, que mandaba también la flota de reserva, de unos 36 navíos, con Juan de Cardona y Requeséns como segundo. La cifra de barcos también varía, aparte de considerarse unas veces solo los de guerra, y otros también los de apoyo y suministro. Parece que España y sus aliados inmediatos aportaron 164 barcos, Venecia 134 , el Papado 18.
Después de pasar por Corfú, que los turcos acababan de devastar, localizaron temprano por la mañana del 7 de octubre, domingo, a la armada enemiga, surta en el golfo de Lepanto o Patras, que separa el Peloponeso del continente, y compuesta de casi 400 naves de distintas clases, con unos 44.000 soldados y marineros, y de un ejército de desembarco. La mandaba Alí Bajá, yerno de Selim, bajo cuyo mando figuraba Uluch Alí, unos de los mejores jefes navales, que había causado estragos a españoles e italianos. La flota cristiana, con mayor potencia de fuego, taponó la salida del golfo, tratando de eliminar la ventaja turca en rapidez y maniobrabilidad. Aún así, Alí Bajá pudo retirarse más al interior del golfo, cuya estrechez estaba dominada por los fuertes costeros, como sugirió Uluch, y tender allí una emboscada a los cristianos, si eran tan imprudentes como para seguirle; pero Alí tenía orden de combatir, y lo hizo.
En líneas generales, la complicada batalla se desarrolló así: en el sector norte, principalmente veneciano, las galeras y galeazas de Barbarigo, fuertemente artilladas, hundieron o dañaron bastante galeras turcas, pero estas replicaron con eficacia, quedando la situación en empate. Por el centro, fundamentalmente español, los dos bandos se enzarzaron en una lucha que durante horas no tuvo vencedores ni vencidos. Por el flanco sur, Uluch estuvo a punto de resolver la situación, lanzando un incontenible ariete de cien galeras hacia la unión de esa ala cristiana con el centro, la rebasó y estuvo a punto de rodear el centro cristiano, totalmente trabado con los otomanos, y destrozarlo por la espalda. Le retrasó la hábil defensa del genovés Juan Andrea Doria, y resolvió el peligro Álvaro de Bazán con su la flota de reserva, que había mantenido fuera de la vista enemiga. Aun con inferioridad de naves, Bazán sorprendió a Uluch y le impidió la maniobra. Por el centro, en medio del estruendo y el humo artillero, los soldados de los tercios y los jenízaros peleaban al abordaje; las dos naves capitanas, la de Alí y la de Juan de Austria estaban casi empotradas una en otra, y poco a poco parecían ir imponiéndose los turcos hasta que varias galeras de Bazán entraron en tromba en su auxilio y ayudaron a los tercios, que pudieron izar la bandera de la Santa Alianza en la nave de Alí, lo que desmoralizó a los turcos. Todavía Uluch intentó su maniobra por retaguardia, pero nuevamente las naves de Bazán y de Doria le contraatacaron. A la vista de la situación, Uluch huyó con cincuenta galeras y algunas cristianas capturadas, de las que perdió todavía la mitad. Los sobrevivientes de Uluch lograron escapar, pero no lo hicieron por el sur, por temor a Bazán y Doria, sino hacia el norte, a espaldas del flanco veneciano, que no pudo impedirlo. Durante largo tiempo se adjudicó a los venecianos la parte principal de la victoria, pero es evidente que solo lograron contener a los turcos, no vencerlos, y que Uluch eligió huir por su sector por esa razón. Fueron las naves de Álvaro de Bazán y Juan de Cardona, y en segundo lugar las de Doria, las que decidieron la lucha en el centro e impidieron la maniobra de Uluch, que habría podido dar la victoria a los suyos.
El combate empezó poco después de las 10 de la mañana y duró hasta las 4 de la tarde. Las cifras de bajas difieren como siempre según las fuentes. Los cristianos parecen haber sufrido 8.000 muertos y 15 galeras hundidas, y los turcos entre 20.000 y 30.000 muertos, 5.000 prisioneros y 15.000 galeotes cristianos liberados, salvando solo 30 galeras. La aplastante victoria hispanoitaliana elevó en vertical el ánimo de los cristianos mediterráneos e inspiró a escritores y artistas: Tiziano pintó varios cuadros célebres sobre el acontecimiento. Si los turcos hubiesen ganado, la inseguridad de Italia y de la misma España habría alcanzado niveles críticos. La media luna se habría adueñado por completo del Mediterráneo, pues no se habría podido reemplazar la escuadra semejante antes de dos años años, y aún más difícil habría sido reponer los tercios, los marineros experimentados y los almirantes tan capacitados que allí lucharon.
España habría tenido que soportar, en las peores condiciones, ofensivas de Inglaterra, Francia y principados alemanes por Flandes, Alemania y probablemente en la misma Península ibérica. De hecho, la victoria hispanoitaliana consternó a Londres, París y al de Orange. Los dos primeros dieron ánimos a Constantinopla, prometieron ayuda material y de ingenieros, e incitaron a los turcos a nuevas campañas contra "los idólatras" españoles, como sugería el embajador inglés. Y algo así iba a ocurrir. Los recursos del Imperio otomano eran inmensos, como se jactó su gran visir Sokollu, "si fuera ordenado, toda la flota podría equiparse con áncoras de plata, jarcias de seda y velas de satén". Como fuere, los turcos rehicieron su escuadra con asombrosa rapidez, en seis meses, con mejoras técnicas, pero con naves de menor calidad, que disminuían su famosa rapidez de movimiento. Además, no podían reemplazar tan pronto a la experta marinería ni a sus especializados arqueros, ni la seguridad moral anterior. Con todo, persistieron en alargar su poder por el norte de África, siempre con vistas a reimplantar finalmente Al Ándalus. Otro problema fue que Persia, con la que jugaba la diplomacia española, aumentó su presión sobre las fronteras turcas.
Se presentaba a los cristianos la ocasión de explotar su victoria, pero no estaba claro cómo. Hasta el año siguiente no pudo hacerse nada, porque la flota debió replegarse ante la inminencia de la estación tormentosa. Pío V deseaba un ataque a los Dardanelos, cerca de Constantinopla, que teóricamente habría estrangulado el Imperio otomano. Felipe, siempre en apuros financieros, desconfiaba de una empresa tan lejana y prefería el objetivo más modesto de Argel, que daría un golpe decisivo a las incursiones sobre la costa española, y al tráfico de cautivos; además, le inquietaban posibles nuevas ofensivas en Flandes (ocurrirían efectivamente en 1572), o por parte de Francia. Venecia, con no menos apuros económicos, deseaba recuperar Chipre. La insistencia del papa hizo que se intentase una gran operación en 1572, pero la mejor ocasión había pasado, debido al rearme naval turco; y la costosa empresa se redujo a inútiles desembarcos en el oeste del Peloponeso, donde quedaron algunos destacamentos españoles con vistas a operaciones que no tendrían lugar.
En 1573, Venecia, muy presionada por Francia, abandonó la Santa Alianza y, en un pacto humillante con los turcos, renunció a Chipre a cambio de tranquilidad y permisos comerciales comprados a alto precio. Felipe II y Bazán proponían conquistar Argel, pero Juan de Austria optó por Túnez, cuyo mantenimiento originó enormes dispendios. Los gastos se suprimieron al año siguiente, cuando la flota de Uluch y de Sinán recobraron la ciudad. Pero lo hicieron con un exorbitante coste en hombres quizá más que en el mismo Lepanto. Ni siquiera Constantinopla podía permitirse victorias tales.
Y en su designio de alargar su poder hasta el añorado Al Ándalus, los turcos chocaron con la dinastía saadí de Marruecos, que no era aún una verdadera nación con límites definidos y aspiraba a imponerse en el Magreb. Los saadíes promovían a su vez la guerra santa contra los enclaves portugueses, y el rey luso Sebastián organizó una cruzada que llevó a la batalla de Alcazarquivir, en 1578, uno de cuyos resultados fue que el plan turco sobre España quedó desbancado por mucho tiempo Desde entonces cambiaron muchas cosas en el Mediterráneo, efecto, en definitiva, de Lepanto.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado (11/7/2009)
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