Cuentan las malas lenguas cómo tras ser readmitido en su cátedra, el viejo nazi Martin Heidegger era malévolamente saludado por sus colegas: «¿Qué, de vuelta ya de Siracusa?». Al sabio («el más grande de los filósofos, el más pequeño de los hombres», escribe Steiner), aquel culto sarcasmo no parecía hacerle maldita la gracia. Pero así es la vida. Lo menos que puede ocurrirle a quien fue maestro pensador de un régimen genocida, es que le recuerden la ridícula tragedia del pensador más grande: un tal Platón, que, allá por el siglo IV antes de nuestra era, inventó una nimiedad lujosa a la cual llamó filosofía. La historia nos la cuenta él mismo, en una larga carta autobiográfica que es, pienso, la obra maestra de un escritor en cuya obra es imposible hallar una sola línea de desfallecimiento.
«Antaño, cuando era yo joven», arranca el texto, «sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto fuera dueño de mis actos». Es el error irreparable. Pero eso se percibe sólo luego. Cuando edad y saber enseñan lo esencial: que entre verdad y política no hay nexo; y que uno debe optar; sin compromiso posible. La apuesta por la política exige maestría en la mentira. La apuesta cuyo envite es la verdad, ésa a la cual Platón llama -con término que viene de Heráclito- filosofía, exige poner seca barrera a lo político: despreciarlo, para mejor entenderlo; entenderlo, para mejor preservar la libertad del ciudadano. «Al observar yo estas cosas», concluye Platón, «y al ver a los hombres que llevaban la política, así como las leyes y las costumbres, cuanto más atentamente lo estudiaba y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me parecía administrar los asuntos públicos... Tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo por trabajar en actividades públicas, al dirigir las miradas a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme... Entonces me sentí obligado a reconocer, en alabanza a la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en el terreno de la vida pública como en el de la privada». La tentación pervivió, sin embargo, y el Platón maduro cedió a ella. Y, en Siracusa, aceptó poner al servicio del tirano local su pensamiento de reforma. Todo acabó en desastre y con Platón al borde de acabar sus días como esclavo. Sí, el ex rector de Heidelberg bajo el nazismo sabe muy bien lo que le dicen sus colegas: «Querido profesor, ¿qué, de vuelta ya de Siracusa?»
Eugenio Trías recibirá esta noche el Premio Mariano de Cavia. Él no viajó jamás a Siracusa. A ninguna Siracusa. Pocos de los de nuestra generación pueden jactarse de eso. Los más, navegamos por un océano revuelto, en medio de cuyos bandazos nuestra derrota estuvo plagada de errores. Los mejores aprendieron de aquellos años turbulentos una lección dura: que jamás el filósofo debe dejarse rozar por la política, cuyo sólo contacto infecta de muerte a la inteligencia. Nunca más. Siracusa está bien para los tiranos. Nada pintan los como Platón en ella. A distancia de la mayor parte de nosotros, Trías se instaló, desde el principio mismo de su obra, en la distancia saludable de la metafísica y de la teología (que, como Aristóteles enseña, es la estricta filosofía primera). La continuidad y coherencia de su trabajo fluyó, a partir de ahí, con limpieza admirable. El Cavia consagra ahora lo que todos sabemos: que el deber ciudadano del filósofo es mirar muy desde lo alto al político. Y despreciar Siracusa.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
www.abc.es
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