La situación política de Honduras tiene una enorme relevancia internacional, tal vez desproporcionada con sus dimensiones reales. |
La soledad y el aislamiento del hermoso país centroamericano constituyen, sin embargo, una lección de honor. También la oportunidad para descubrir de qué modo se puede combatir la estrategia neosubversiva de las revoluciones legales que amenazan Hispanoamérica desde hace más de una década. Esas revoluciones, incruentas en las formas, son hoy el verdadero golpismo.
Pocas categorías políticas tienen hoy tan mala fama como la dictadura, institución política bimilenaria incompatible con las constituciones liberales. Aunque la actual regulación constitucional de las situaciones de excepción no deja de ser el eco de la vieja magistratura personalista romana, la dictadura ha pasado a ser algo nefando desde el siglo XIX. Desde luego, todas las dictaduras son iguales en un punto esencial: todas fracasan, dado su carácter constitutivamente temporal. A partir de ahí, las hay malas y peores, autoritarias y totalitarias, negras y rojas, incluso pardas. Hay también dictablandas y dictaduras de opereta. Ser catalogado como dictador o tachado de autoritario equivale a la muerte civil. La personalidad autoritaria es, según cierta psicología sentimental, una lacra, una condición despreciable.
El destino de otra rancia institución política, el golpe de estado, es comprable al de la dictadura. El golpe de estado es un concepto político barroco acuñado por el francés Gabriel Naudé en 1639. Ni que decir tiene que salió de la minerva de Naudé con un sentido positivo y utilitario muy preciso: acción audaz del príncipe, "rayana en la desesperación", que tiene como objeto la salud pública. Naudé estableció unas condiciones muy estrictas para su ejercicio, de modo que, si no se observaban, la audacia se tornaba conducta ilegítima. Desde la época de Naudé, la noción de golpe de estado ha sufrido una severa transformación semántica, hasta el punto de que su acepción contemporánea nada tiene que ver con el antiguo uso.
Los golpes de estado han tenido siempre detrás seguidores y detractores premeditados, pero también, muchas veces, gentes cuya actitud era sobrevenida y casual, determinada por sucesos tan peregrinos como la ciudad o la calle en la que a uno le sorprendió la gresca. El socialismo y el liberalismo del siglo XIX confundieron golpe y dictadura atendiendo a una situación política característica de uno y otra: la absorción de todos los poderes por el ejecutivo.
Pero las cosas se habían complicado irreversiblemente al introducir Napoléon el 18 Brumario una sorprendente variante en las "acciones audaces": la transformación del golpe violento en un golpe a priori incruento y legal. No se trataba ya de legalizar actos de fuerza previos, sino en sustituir el propio acto de fuerza por la rogación o aprobación de un decreto.
El 18 Brumario, como vio agudamente Malaparte en Técnica del golpe de estado, había de marcar el declive de los golpes violentos. Aunque en su estudio, por lo demás algo arbitrario, sobre el golpismo del siglo XX, desde Pilsudski y Primo de Rivera a Hitler y Mussolini, daba consejos para impedir la subversión del orden constitucional, llama la atención el oprobio que cayó sobre este hombre. Como se ve en este caso y otros similares (de Kautilya y Maquiavelo a Carl Schmitt), hablar honestamente de la deshonestidad política tiene un coste muy oneroso.
A lo largo del siglo XX, el golpe de estado en su sentido vulgar, y no digamos ya en su sentido clásico, se convirtió, poco a poco, en una práctica de países retrasados y socialmente desintegrados. El pensador Jesús Fueyo, en un inteligente artículo de los años 50, dictaminó la irreversibilidad del fracaso técnico de todo golpe de estado. Los métodos más eficaces de la subversión eran ya otros en esos años, como lo había demostrado la revolución legal que permitió a Hitler demoler desde dentro la Constitución de Weimar. La Ley de Autorizaciones de 1933, facturada con la prima de la legalidad democrática de quien gana las elecciones y forma gobierno, permitió al cabo austriaco transformar la dubitativa, casi hamletiana república alemana en algo muy diferente.
La lección del 1933 alemán prendió en España, me permito dudar que inconscientemente, en 1977, el año de la Ley para la Reforma política, constitución puente que hizo posible pasar, como entonces se dijo, de la ley a la ley, pasando por la ley. Que el resultado de esa operación constitucional fuese la constitución vigente no altera la calificación del procedimiento. Por de pronto, el expediente de la revolución legal es lo único que puede explicar cabalmente por qué no ha habido en España un verdadero proceso constituyente, sino una carta dada o sancionada, sin juramento de fidelidad o acatamiento, por el Rey (procediendo exactamente igual que Franco al otorgar o sancionar la serie de las leyes fundamentales). Pues todo poder constituyente (en este caso Franco y el Rey, su sucesor) está por encima de la constitución promulgada.
Pero vayamos a América, donde la revolución legal encontró en Chavez un discípulo aventajado en la década de los 90. Chávez, golpista fracasado, aprendió en la derrota la inoperancia contemporánea de cualquier golpe de estado y, sobre todo, descubrió el secreto constitucional de Hitler. Este socialista que ensucia el nombre de Bolívar se dotó así de una verdadera ley (temporal) de autorizaciones que, desde que accedió democráticamente al poder, le permitió perpetuarse e ir alterando la constitución venezolana para construir el socialismo del siglo XXI.
El éxito de su política de subversión, mucho más efectiva que el golpismo tradicional en países políticamente desvertebrados, tuvo enseguida imitadores. Morales y Correa, dos adictos a la revolución legal, triunfaron en Bolivia y Ecuador. Otro aprendiz, López Obrador, fracasó electoralmente en México. Ollanta Humala, golpista frustrado, perdió también las elecciones en Perú. El problema es que mañana estos mismos u otros con idénticas aspiraciones pueden ganar las elecciones. El verdadero y más peligroso golpismo es, a todas luces, el de la revolución legal.
Zelaya, de la escuela de la revolución legal bolivariana, es un caso paradigmático de la confusión que reina en los espíritus cuando de la defensa de la constitución se trata. El chavismo ha querido hacer presa en Honduras, pero se ha encontrado con unas magistraturas resueltas a no entregar la legalidad a quien únicamente tiene como objetivo alterar la constitución y violar su espíritu. El paso al frente que ha dado Micheletti no tiene otro objeto que defender la decisión sustantiva del pueblo hondureño, sintetizada en lo que Schmitt llamó constitución en sentido positivo. ¿Quién tiene derecho entonces a exigir a una nación como Honduras que se deje arrebatar los instrumentos de la custodia de su constitución? ¿Basándose en qué? ¿En nombre de qué idea morbosa de la democracia? Es ridículo morir por el sistema métrico decimal, pero eso es aproximadamente lo que los intelectuales patentados están pidiendo a los hondureños.
La hipocresía de la opinión pública internacional sigue presionando a un país pequeño –que está demostrando ser grande– para que se entregue, impotente, a la revolución legal. Ésta, de consumarse el regreso de Zelaya, de seguro convertirá a Honduras en un país socialista en dos años. Y en un país destrozado en una década.
Honduras, al margen de toda consideración ideológica, representa hoy, en su lucha solitaria, la dignidad y la gallardía políticas en su punto más alto. Ese que nunca alcanzarán opinadores tan frívolos e ignorantes como Rodríguez Zapatero, otro adicto insensato a la revolución legal que, afortunadamente para nosotros, españoles, no tiene eso que llaman agallas.
Jerónimo Molina
http://revista.libertaddigital.com
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