Pemán aseguraba que, en Jerez, las discusiones ontológicas habían ascendido de la universidad a las tabernas. Contemplada al trasluz de un catavinos, la metafísica es pura transparencia y los dilemas más abstrusos deponen sus defensas. «Verbi gratia», o sea, por ejemplo. Según una sentencia inolvidable que acuñó el autor del Séneca, un jerezano o es caballo o es Domecq y el resto son falsificaciones y apariencias. He ahí de qué manera el purgatorio conceptual que se ha tejido en torno al «ser» y el «ente» se puede franquear sin agonías académicas merced a un fino alarde de desinhibido ingenio. «To be or not to be, that is the question». O eres o no eres. Es cierto, en cualquier caso, que don José María -que, entre bromas y veras, siempre encontraba un argumento para sacar a relucir la irreverencia- no señaló quién encarnaba al noble bruto: si la montura o el jinete. Tampoco hacía falta: fresquito y en botella.
Rescatar a Pemán del sepulcro silente al que le han arrojado los iletrados y los necios es justo y necesario y toda excusa es buena. Máxime cuando las circunstancias se conjuran para poner de actualidad su magisterio. Vayamos, pues, de Jerez a Gibraltar a interpretar la misma partitura en un decorado diferente. Los únicos gibraltareños que pueden darse pisto y presumir de serlo son los simios rijosos y los prestidigitadores de los garitos financieros. Aquellos se la pelan a ojos vistas con desdeñosa desvergüenza. Y éstos, al amparo de una ceguera obscena, corren que se las pelan blanqueando dinero. Los demás forman parte del paisaje y saborean la espuma de los días amorrados a una pinta de cerveza. «A la saluz de uztedez, gentlemen». ¡Dios salve a la Reina!
Algo ha cambiado, sin embargo, desde que Moratinos, enarbolando los calzones a guisa de bandera, se pasó por el forro la decencia y, con las mismas, traspasó la verja. Mientras en la metrópoli la prensa viene y va del estupor al cachondeo (no es nada fácil entender ese delirio masoquista con el que España ha desertado de la historia y se ha dado de alta en la historieta); mientras llueven albricias, «congratulations» y embelecos; mientras eso sucede, en las escarpaduras de la Roca el desánimo medra. Los monos del Peñón no levantan cabeza luego de que el jovial correveidile de Rodríguez Zapatero le rindiese la popa a Peter Caruana («¡llámame Pedro, pisha, pasa de etiquetas!») dándole golletazo a tres centurias de no aflojar los músculos que guardan el estrecho.
Y de los micos, ¡ay!, nadie echa cuentas. ¿Tan quebradiza es la memoria de los hombres que un instante de gozo derrumba una leyenda? Si los macacos constituyen el «must» de lo gibraltareño es porque el porvenir del arcaísmo fraudulento se halla ligado a su supervivencia. Gibraltar, reza el famoso agüero, no cambiará de manos hasta que el último mono no desaparezca. Ahora, sin embargo, la profecía pierde fuelle y tal es la razón de su tristeza. Ellos han percibido de inmediato lo que los analistas de postín no han olido siquiera. El ministro en cuestión es un notorio primatólogo más que un primo en oferta. Un auténtico experto en monerías cuya fama le avala y le precede. ¿Gorilas rojos? Catedrático emérito. ¿Orangutanes guineanos? Presume de eminencia.
Diplomacias al margen, a los custodios del Peñón (que son Domecq y caballos, centauros de las piedras) el porvenir les quita el sueño. Saben que si amanece el día en que el cuadrúmano postrero doble la servilleta, el señor Moratinos ocupará su puesto. De los últimos monos, él es el primero.
Tomás Cuesta
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