Matar, matar, matar. Después de cincuenta años no cabe esperar de ellos otra cosa. «Los asesinos matan, los ladrones roban, los amantes aman», decía Jean Paul Belmondo en «A but de souffle». Medio siglo de crímenes contumaces no ofrece margen para ninguna clase de reconversión; han profesionalizado la muerte hasta transformarla en su siniestro modo de vida. La muerte es su discurso, su estrategia, su negocio, su retórica. Y si mataron hasta durante la última tregua, con un Gobierno entregado, unos fiscales de rodillas y hasta unos jueces convertidos en bizcochos, cómo no iban a hacerlo ahora que el Estado parece decidido a tratarlos como se merecen.
Por eso no deberían caber más elucubraciones, ni más teorías, ni más disquisiciones, ni más análisis situacionistas que siempre saltan en pedazos con la metralla de la última bomba o con la pólvora del último disparo. No ha lugar a la fantasía: no se disolverán, no harán autocrítica, no bajarán la persiana por sí mismos. No escucharán a los que desertan asqueados, ni atenderán la reflexión de los presos ni les conmoverá el dolor de las víctimas ni les hará dudar el hartazgo de los veteranos. Matarán mientras puedan matar y seguirán creyendo que con cada muerto acumulan más fuerza para sostener su terminal delirio iluminado.
Ésa es la esperanza que tiene que cercenar el Estado. Es la nación democrática la que ha de correr del todo la reja que clausure cualquier resquicio de trato, de negociación o de salida. En cada titubeo, en cada vacilación, en cada duda encontrarán alguna coartada táctica para justificar su quimérica alucinación de sangre. Y mientras haya alguien que, siquiera en el imaginario remoto de un ensueño, alcance a dibujar la hipótesis teórica de un atajo, ellos creerán que existe un límite para nuestra resistencia y un margen para su victoria.
Toda la macabra historia de ETA se reduce a un planteamiento de una simplicidad brutal: el de pensar que todo Estado tiene un número inasumible de muertos, una cifra de bajas a partir de la cual se rinde, se ablanda o se entrega. Contra ese cínico nihilismo, contra esa descarnada lógica clausewitziana no cabe más que una firmeza sin matices, un compromiso moral que entienda la libertad y la dignidad como un bien supremo de la sociedad y de los ciudadanos que ningún gobierno, ninguna institución, ninguna política puede administrar por su cuenta. Sólo a partir de ahí se puede construir un discurso de resistencia y de desafío que ofrezca al terrorismo una única salida: la derrota. Por consunción, por asfixia, por aburrimiento, por fatiga, por desistimiento. No puede haber otro final. Sin fotos, sin documentos, sin proclamas, sin nada que parezca un acuerdo honorable con quienes carecen de honor. Es así: o ganan ellos o ganamos nosotros. Al cabo de cincuenta años de sufrimiento ya no debería quedar nadie sin saberlo.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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