Las elecciones municipales de 1931 tuvieron dos fases: la celebrada sin necesidad de votación, según el artículo 29, porque solo se presentaba una candidatura, y la de aquellos ayuntamientos en que había rivalidad. En los dos casos ganaron las candidaturas monárquicas por gran mayoría. De todas formas aquellos comicios no tuvieron validez democrática, porque el nuevo régimen no publicó los resultados hasta más tarde, evidentemente manipulados (los resultados de las elecciones de 1936, que "ganó" el Frente Popular, nunca fueron publicados, por lo que fueron menos democráticas, si cabe, y ello vuelve inútiles las discusiones sobre el "verdadero" ganador). Pero en todo caso, los datos electorales no jugaron el más mínimo papel en el cambio de régimen porque, desde la misma jornada electoral, los monárquicos estuvieron resueltos a entregar el poder, casi "como fuera", según dejó claro Maura, principal organizador del movimiento republicano. Los monárquicos fueron los primeros en despreciar a sus propios votantes, un vicio persistente en la derecha, quizá debido a cierto ancestral carácter señoritil.
Dos mitos elaborados a posteriori por los monárquicos para negar legitimidad a la república son que las elecciones fueron solo municipales y que la cesión del poder provino de una presión insoportable en las calles, que haría correr ríos de sangre si se reprimiera. En realidad quienes dieron carácter plebiscitario a las municipales fueron los monárquicos Romanones, Berenguer y Aznar. De este último ha dicho el profesor Lavandeira que no pronunció la frase que se le atribuye sobre la España acostada monárquica y levantada republicana. Es posible, pero en todo caso la frase circuló inmediatamente, no fue desmentida y todo el mundo la aceptó como veraz. Quienes no pensaban tal cosa los días 12 y 13 fueron los republicanos y socialistas, según explica Maura. Ya antes de comenzar la agitación callejera, los monárquicos estaban decididos a entregar el poder.
Luego, ya a media tarde del día 13, "Las masas se manifestaban, considerándose con derecho de imponer una victoria parcial (en las capitales de provincia) como victoria total en el país, animadas sin duda por las declaraciones de los jefes monárquicos, que se habían declarado de antemano vencidos (...) Las manifestaciones fueron menos espontáneas de lo que se ha supuesto, si hemos de creer a un "excelente periodista anónimo", que cita Martínez Barrio "por su imparcialidad y veracidad". A media tarde se concentraron en el Ateneo y la Casa del Pueblo grupos de "ateneístas, estudiantes de la FUE y obreros" que "se esparcieron poco después por Madrid y, como obedeciendo a una consigna, fueron gritando por las calles, con machacona insistencia: "¡Ya se fue! ¡Ya se fue!", haciendo creer que el rey se había marchado. Hay pocas dudas de que no actuaron como obedeciendo una consigna, sino obedeciéndola. "Este grito (...) causó el efecto que quienes lo lanzaron pretendían. La gente, extrañada, empezó a afluir a la plaza de Oriente y a la Puerta del Sol". Se trató, desde luego, de una maniobra maestra cuyos autores han permanecido incógnitos, pero que no parecen haber sido los miembros del titubeante "gobierno provisional".
Las multitudes impusieron a continuación el ritmo de los sucesos, ante el temor de unos y otros a que el jolgorio degenerase en violencia. También impusieron la bandera tricolor y el himno de Riego "sin que nadie pudiese decir cómo". La bandera nació, al parecer, de un equívoco. Los colores tradicionales, rojo y amarillo, coincidían con los de la bandera de Aragón y Cataluña, y la franja morada que se les añadía quería representar el pendón de Castilla, enarbolado por los comuneros en el siglo XVI. Había sido la bandera del Partido Federalista, aunque no de la I República. Según los estudios más fiables, el dicho pendón era rojo carmesí, que en algunas banderas había desteñido a morado con el paso del tiempo, y de ahí el error. El "gobierno provisional republicano" había acordado "que no se cambiaría la bandera para evitar innumerables complicaciones que esta clase de pleitos lleva siempre consigo". El himno, tenido comúnmente por ramplón, también a los dirigentes republicanos les sonaba, "creo que con sobrada razón, malísimo e impropio. Habíamos acordado abrir un concurso para dotar al régimen de un himno razonable. Las gentes, en plena orgía, pacífica pero estrepitosa, entonaban a gritos aquel viejo sonsonete del antiguo canto republicano. No iba a ser fácil rectificar..."
Al atardecer, "En el Ateneo apareció un empleado de telégrafos que tremolaba un papelito azul. Todos los ateneístas le rodearon. Desde el primer rellano de la escalera que conduce a la biblioteca leyó el texto de aquel telegrama, que decía: "El rey Alfonso y su ministro general Berenguer han abandonado precipitadamente Madrid. Se espera de un momento a otro que crucen la frontera. Vienen hacia París. El rey ha declinado los poderes en Melquíades Álvarez, último presidente de las Cortes". El entusiasmo que este telegrama produjo fue enorme y docenas de ateneístas salieron a esparcir la noticia por todo Madrid. El telegrama era falso y muchos de los ateneístas lo sabían, pero hizo el efecto en la opinión pública que quienes lo lanzaron querían". Así lo cuenta Vidarte, y cuesta trabajo creer que él no estuviera en la intriga, siendo uno de los más destacados agitadores masones del Ateneo (...)
En la Puerta del Sol, los guardias civiles eran ovacionados al grito de "¡Viva la guardia republicana!". Un grupo de guardias adoptó una actitud pasiva mientras la muchedumbre los envolvía aplaudiéndoles y vitoreándoles. Una muchacha, vestida de tojo (...) agitando una bandera, le echó los brazos al sargento de la Guardia Civil y le besó, en medio de una clamorosa ovación (...) Los guardias permanecían inermes y silenciosos". (Por supuesto, aquellas masas no eran "el pueblo", como suele repetirse, sino solo una parte de él, que ocupaba de aquel modo las calles).
Ya hacia las once de la mañana del día 14 había resuelto Sanjurjo definitivamente la situación. Se presentó en casa de Miguel Maura, ante el cual "se cuadró (...) y saludando militarmente, me dijo: A las órdenes de usted, señor ministro. Me quedé de una pieza". La última línea de defensa del régimen se desvanecía, si es que, con Sanjurjo en el cargo, había tenido solidez en algún momento. Los motivos de la actitud de este general, de espíritu conservador, no han sido dilucidados. Hay quien los atribuye a la conducta del rey con Primo de Rivera.
El conde de Romanones fue a casa de Gregorio Marañón a entenderse con Niceto Alcalá-Zamora, presidente del "gobierno provisional", y recuerda: "He pasado en mi vida malos ratos. Parecido a aquél, ninguno (...) Le dije que el gobierno no quería hacer uso de la fuerza" (...) Niceto le replicó: "No queda otro camino que la inmediata salida del Rey renunciando al trono (...) Es preciso que esta misma tarde, antes de ponerse el sol, emprenda viaje" Fingía no rendirse el conde, y don Niceto le explicó la visita de Sanjurjo. "Al oírle me demudé. Ya no hablé más. La batalla estaba perdida irremisiblemente". El comentario, con su pretendido dramatismo, resulta algo irrisorio, pues el mismo día 12 por la noche había decidido el conde que "todo estaba perdido". Don Niceto es probablemente más veraz cuando observa: "La capitulación de la corona en casa de Marañón fue ofrecida por aquella sin darnos tiempo a exigirla (...) Reflejose de ese modo, hasta en los últimos trámites, la honda verdad de que todo régimen muere por el suicidio en que remata y expía sus culpas. Húndense las monarquías por los reyes y sus cortesanos, como hacen perecer las repúblicas sus partidarios más fanáticos".
Lerroux y Azaña debieron incorporarse al gobierno ya avanzado el día 14. Azaña "no nos había dado la menor señal de vida el día 13, a pesar de los sucesos", dice Maura, que fue encargado de buscarle, tarea "no fácil". Dio con él en la casa de su cuñado Cipriano Rivas. "Allí estaba, pálido, con palidez marmórea, sin duda por haber permanecido en aquellas habitaciones más de cuatro meses (...) Le hice presente el objeto de mi visita y le conminé para que me acompañase (...) Se negó rotundamente, alegando que nosotros habíamos sido ya juzgados y prácticamente absueltos, pero que él seguía en rebeldía [y cobrando su sueldo de funcionario todo el tiempo], y cualquiera, un simple guardia, podía detenerle y encarcelarle. ¡No salía yo de mi asombro!(...) Ya me disponía a dejarle encerrado, cuando apareció su cuñado, que regresaba de la calle en un estado de excitación y entusiasmo (...) Por fin Azaña, de muy mala gana, se decidió a seguirme. Durante el trayecto en mi coche hasta mi casa fue mascullando no sé qué cosas, de un humor de perros".
[Luego vendría la "toma" del ministerio de Gobernación en la Puerta del Sol y los hechos más conocidos]. Rivas Cherif cuenta con fruición cómo Azaña, repentino ministro de la Guerra y ya repuesto de su susto, humilló a un general: "Azaña llevaba un cuarto de hora con el Capitán General de Madrid, Federico Berenguer, que en posición firme ante él, no obtenía la venia de su nuevo jefe superior para ponerse cómodamente en su lugar (...) Sus recentísimos ayudantes y secretarios contemplaban regocijados la escena con los circunstantes, a quienes se iban uniendo los curiosos que (...) penetraban hasta el mismísimo despacho del ministro". (Los personajes de la república vistos por ellos mismos).
La república llegó de un modo un tanto esperpéntico, pero más por parte de la monarquía que de los republicanos. La legitimidad del nuevo régimen no procede en absoluto de las elecciones, sino de los monárquicos que, insiste Maura, regalaron el poder a sus enemigos, y lo hicieron en un acto de suicidio, como expone acertadamente Don Niceto. A Franco la república no le gustaba, pero se atuvo a ella consecuentemente, pues, como haría observar en otra ocasión, había sido aceptada por el rey. Más que aceptada, entregada. Franco la defendió en 1934, y solo se rebeló cuando el Frente Popular la había reducido a cenizas (Franco para antifranquistas).
Así pues, la monarquía traspasó su legitimidad a la república, se la regaló sin la menor resistencia, ni siquiera a cambio del proverbial plato de lentejas. Claro que en aquel concurso de botaratadas, los beneficiarios se apresuraron a procesar en ausencia a su benefactor, al rey ...¡por haber traicionado la constitución! ¡Una constitución que ellos nunca habían reconocido y contra la que se habían rebelado violentamente en 1917! El casi siempre inteligente Marañón tendría amplia oportunidad de percatarse de la estupidez y canallería de aquellos políticos en los que él había confiado... algo estúpidamente a su vez.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado
Nenhum comentário:
Postar um comentário