«Ahora, pues, descendamos y confundamos allí sus lenguas, para que no se entiendan los unos con los otros». Así dice la Biblia que Dios castigó la soberbia de los hombres, en su deseo de construir una torre con la que conquistar el cielo: por eso se la llamó Babel que es lo mismo que decir, confusión , balbuceo. Así parece que algunos grupos políticos quieren reconstruir en España un paraíso políglota para uso y disfrute de viajeros románticos, cerrando espacios a la libre y fácil circulación de ciudadanos, levantando por aquí y por allá aduanas lingüísticas.
Lamentablemente, la posibilidad de entenderse en una lengua común, elogiada, incluso, por el poeta catalanista Aribau en 1817, ya no se ve en España como una ventaja, sino como una penitencia impuesta por Goliats implacables y abusivos. Hoy es una moda casi unánime alegrarse por nuestra valiosa riqueza lingüística, y a nadie le sorprende que esas hablas recónditas, propias de algún verde valle asturiano, aragonés, leonés o extremeño, sean la delicia de los políticos regionales. Los partidarios de Babel están tan convencidos de que multiplicar las lenguas multiplica la riqueza cultural que, algunos, hasta se animan a exportar su autocomplaciente receta por medio mundo. Y así, en marzo de este año, gracias a la televisión catalana, hemos podido ver a Carod Rovira dedicando un millón de euros a fomentar el bilingüismo entre los indios shuars del Ecuador. Dinero de los españoles para que aquéllos aprendan su propia y antiquísima lengua. La imagen del político nacionalista aceptando la lanza india que le ofrecía el jefe shuar en perfecto castellano y medio en cueros, además de grotesca, demuestra que Unamuno no se equivocaba cuando, ya hace más de noventa años, dijo que el ideal de ciertas gentes es ver cada terruño con su lengua rústica.
Rectificar lo tradicional por lo racional fue la consigna y el proyecto de Azaña en la Segunda República. Las lenguas tienen una finalidad utilitaria: sirven fundamentalmente para comunicarse, y aquellas que tienen alcance universal, como el inglés, como el español, son puentes, instrumentos de unión y no de aislamiento. Esto, al menos, nos dicen la razón y la historia. Pero esta concepción de la lengua apenas ha tenido peso en la España de las comunidades autónomas. Aquí, lo tradicional corrige lo racional. Aquí, una lengua, cualquier lengua, es mucho más que algo para entenderse. Aquí, quien más quien menos, se ha ido adhiriendo al ideario nacionalista, según el cual la lengua no la hablan las personas sino los pueblos, o peor aún, los territorios.
«Normalización» ha sido y es la amenazadora palabra utilizada por los gestores de las comunidades bilingües para implantar la lengua autóctona, y minoritaria, en todos los ámbitos de la vida oficial y social de la región, relegando al castellano a un papel secundario de vehículo de comunicación con el resto de España y un nivel similar al que supone el inglés en las relaciones internacionales. Y para que este implacable proceso de planificación cultural alcance su meta, cualquier despilfarro parece justificado. En 2008 la Generalitat catalana invirtió 42 millones de euros en Política Lingüística, el doble que en 2007, mientras que Baleares gastó más de seis y la Xunta del desaparecido Touriño alrededor de 23. Todo, dinero público para que no se hable castellano.
Este brutal eufemismo, «normalización lingüística», acompañado por gestos de doncella azorada ante los imaginarios ultrajes del lucifer castellano, está diseñado para despertar simpatía y comprensión. Pero detrás de esa puesta en escena se oculta un deseo de homogeneización contrario al pluralismo social, además de una grosera conquista y conservación del poder político y de control del erario público por parte de ciertas elites regionales, ansiosas de promoción social. El término, hoy en boca de todos, me recuerda las tergiversaciones verbales de los partes alemanes de la Primera Guerra Mundial: por ejemplo, «avance elástico sobre la retaguardia» para no decir retroceso. Porque si nos atenemos a la normalidad, o a la integración y cohesión social de la que nos hablan una y otra vez las autoridades regionales, la lengua a proteger debería ser el castellano, la lengua común y de la mayoría de catalanes, vascos, gallegos o baleáricos , la del resto de españoles y la de mayor parte de los trabajadores emigrantes. Pero los nacionalismos y asimilados siempre dan por hecho que su proyecto político es algo escrito en las estrellas, un derecho natural, casi divino. Y por lo que respecta a sus planes lingüísticos, han conseguido que la mayoría de españoles se muestren aquiescentes y sumisos, cuando no entusiastas, como en el caso de los socialistas catalanes y de Baleares, fanáticamente incorporados al aquelarre de los atentados contra los derechos de los castellanohablantes.
Hace muchos años que Ortega se lamentaba: «¿No es cruel sarcasmo que luego de tres siglos y medio de descarriado vagar, se nos proponga seguir en la senda tradicional?». Sarcasmo aún mayor: que, en pleno siglo XXI, no sólo siga en pie esa propuesta, sino que triunfe. Lo supo ver, con claridad desmitificadora, el llorado filólogo Juan Ramón Lodares, quien hace ya tiempo advirtió que esta España de los pueblos que se nos presenta ahora como el colmo de la modernidad, con sus ricas lenguas oficiales y sus otras muchas variedades dignas de especial protección por los gobiernos autónomos es, en esencia, una España antiquísima. La que irritaba a Ortega y Azaña. La de los tradicionalistas revestidos ahora de nacionalismo. La de siempre.
Y no deja de ser paradójico que mientras Zapatero se llena la boca proclamando su cruzada en defensa de las libertades, su Gobierno mire pudorosamente hacia otro lado cuando éstas se asfixian en el ámbito lingüístico. ¿Cómo cerrar los ojos ante los millones de personas que se ven postergadas y a veces coaccionadas por el simple hecho de querer utilizar su propio idioma de alcance universal? ¿Cómo ignorar la célebre policía de la lengua catalana o los tribunales que amparan las denuncias anónimas y multan los usos lingüísticos que desagradan a los nacionalistas y socialistas? ¿Cómo no sentir claustrofobia e indignación ante la agresiva campaña del gobierno balear para sustituir el bilingüismo en las islas por un predominio absoluto del catalán?
Lo más triste... que hasta ahora los fundamentalistas de la «normalización» han conseguido confundir el problema con su denuncia y convertir en verdugos a las víctimas. Las quejas se acallan diciendo que no hay quejas, acusando a los descontentos de querer levantar polémica, o tachando a aquellos ciudadanos que denuncian la discriminación lingüística de fachas y retrógrados. Así de fácil. Así de cínico.
Pero no es cierto, como se lamentaba Jonathan Swift, que no se gana nada con defender la libertad. Siempre se gana algo, aunque sólo sea la conciencia de la propia esclavitud. Y cuando me hablan del compromiso de Patxi López en defensa de la libertad lingüística, recuerdo vivamente el coraje de las plataformas cívicas que mantienen esa llama en unos territorios donde la democracia y la razón se pervierten a golpe de anacronismo e ilegalidad. Y escucho el sonido de sus voces, y sus palabras llenas de sensatez, y comprendo su valiente escepticismo, pues saben que la tiránica hegemonía de las lenguas minoritarias no se ha edificado sobre las virtudes de los nacionalistas, sino sobre la hipocresía de los conversos y la pusilanimidad o los silencios de los demás.
Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
www.abc.es
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