quinta-feira, 8 de outubro de 2009

1953: hasta nunca, Stalin

Edvard Munch: EL GRITO.
Mil novecientos cincuenta y tres quedó grabado a fuego en las mentes de los habitantes de los Países Bajos: la última noche del mes de enero, el Mar del Norte se salió de madre, reclamó lo que le había sido arrebatado durante siglos y castigó a los neerlandeses con la peor de las inundaciones.

Aquella noche de temporal severísimo y marea alta, los diques cedieron y los campos, las casas, las carreteras, las iglesias... todo quedó sumergido bajo las aguas heladas. Casi 2.000 personas perdieron la vida. Era la venganza del mar sobre los holandeses, pueblo valiente y emprendedor donde los haya que, lejos de darse por vencido, reconstruyó los diques y siguió avanzando en su titánico empeño de convertir el agua en tierra.

El drama holandés conmovió a Europa, que se encontraba aún en plena reconstrucción de posguerra. Los americanos estaban satisfechos de ello, y de haber contenido al comunismo en el último minuto. En 1953 la Europa libre, la del Oeste, era una fortaleza impenetrable y alineada sin fisuras con EEUU, gobernado desde el 20 de enero por el general Dwight D. Eisenwoher, el héroe de Normandía. Einsehower cerró una etapa de predominio demócrata abierta veinte años antes, con la Gran Depresión.

Ike, que es que como le llamaba medio mundo, era un americano de manual. Tejano, echao palante y optimista incorregible, sabía que su país, los Estados Unidos de América, estaba en la cumbre de su hegemonía, y gobernó con la vista puesta en mantener esa posición durante mucho, mucho tiempo.

En 1953 los espías estaban de moda. En abril, un escritor inglés llamado Ian Fleming entregó a la imprenta una novela titulada Casino Royale. Su protagonista era un agente del MI6, el servicio de inteligencia británico, llamado James Bond. Bebedor, canalla y mujeriego, Bond, James Bond enseguida sería llevado al cine.

Los espías de verdad no jugaban al póker en Montecarlo ni le daban al Martini con vodka (agitado, no mezclado). Eran mucho más vulgares. Como los Rosenberg: fanáticos comunistas metidos a espías, terminaron sus días sentados en la silla eléctrica en un cuartucho del penal de Sing Sing. Pidieron clemencia a Eisenhower, pero éste ni se inmutó: por su culpa, los soviéticos habían conseguido fabricar una bomba atómica, pésima noticia que, en el plano militar, igualaba a la URSS y a los Estados Unidos.

Como no podía ser menos, los comunistas de todo el mundo lloraron a moco tendido la muerte del matrimonio y acusaron a Eisenhower de ser más malo que la quina.

Quien no pudo quejarse del final de los Rosenberg fue Iosif Stalin, padrino de todos los comunistas, que descendió al infierno de los ateos el 5 de marzo de 1953. La Unión Soviética quedó paralizada. Los rusos no se lo terminaban de creer. Tal fue la conmoción, que hasta suicidios hubo entre los más volcados con el régimen genocida, cruel e inhumano que aquél había comandado durante más de 30 años. No se sabe a ciencia cierta cuánta gente mató por acción u omisión, pero los expertos calculan que fueron unos 20 millones. Aquel día, en el cielo hubo fiesta.

Entre tanto, en la Alemania Oriental los proletarios no estaban muy por la labor de seguir siendo cobayas del socialismo real, ese experimento sociológico criminal. En junio estalló en Berlín una violenta huelga que empezó entre los obreros de la construcción y que se extendió por todo el país en apenas un día. El Partido Socialista, dirigido con mano de hierro por Walter Ulbricht, pidió ayuda a la URSS, que sacó a las calles de Berlín 16 divisiones, unos 20.000 soldados, que se liaron a tiros sin contemplaciones: casi 400 muertos, miles de heridos, detenciones a mansalva, torturas, ejecuciones sumarias y todo el rosario de atrocidades implícito en la marca Comunismo desde que Marx la patentó... con el dinero de Engels.

A las pocas semanas, en Polonia estalló una revuelta entre los mineros que fue sofocada con idéntica dureza.

Mientras sobre el este de Europa se abatían las sombras, en el oeste volvía a amanecer. Durante el verano los miembros de la recién fundada Comunidad Europea del Carbón y del Acero se reunieron por vez primera en Estrasburgo, un pedacito de Alemania en Francia elegido a propósito por su simbolismo histórico. Esa aún pequeña organización era tan desconocida como el abogado cubano que el 26 de julio asaltó, junto a su hermano y una pequeña tropa de aficionados a las revoluciones, un cuartel en Santiago de Cuba. El abogado era Fidel Castro, y perseveró en su empeño hasta que consiguió, ya al final de la década, adueñarse de la Isla y esclavizarla... En esas siguen, los desdichados cubanos.

En Moscú se apresuraron a encontrar sucesor para el Padrecito. En septiembre, uno de sus hombres de confianza, Nikita Kruschev, fue elegido primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de la URSS, enrevesado título que, en la Unión Soviética, valía por presidente. Kruschev quería hacer tabla rasa y distanciarse de su antiguo protector, así que lo primero que hizo fue borrar del mapa a Lavrenti Beria, temido comisario del Pueblo y mano derecha de Stalin que había hecho auténticas barrabasadas con los que no eran adictos al régimen... y con los que sí que lo eran. Esto, y el anuncio de que los físicos soviéticos habían conseguido fabricar una bomba de hidrógeno, ponía al Imperio Rojo de nuevo sobre los raíles.

El sombrío panorama que dibujaba la carrera nuclear no arredró a Hugh Hefner, un joven emprendedor de Chicago que en diciembre estrenó una nueva y original cabecera. Playboy se llamaba. Era una revista de entretenimiento ligeramente subida de tono que se ajustaba bien a los frívolos tiempos que estaban por venir. Fue un éxito inmediato que hizo a su creador inmensamente rico y a los moralistas de la época tremendamente desgraciados.

Fernando Díaz Villanueva

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