quinta-feira, 8 de outubro de 2009

La decadencia de Occidente - La absoluta falsedad del relativismo

Nada asusta más al moderno hombre occidental que el tener razón. Por otro lado, acongojado por un complejo de culpa que le hace avergonzarse incluso de lo que Occidente ha hecho bien a lo largo de la historia, se pasa el día entero pidiendo perdón al resto del mundo, sin obtener más que una sonrisa desdeñosa, en el mejor de los casos, o la sonrisa desdeñosa y peticiones de más fondos para el desarrollo, en el peor.

El resultado es que no consigue ni que le perdonen ni que le estén agradecidos por la enésima transferencia bancaria. A nadie le gustan los llorones, y a los desfavorecidos por la fortuna menos. Serán pobres, pero conservan su dignidad. Por eso, la visión de alguien lamentándose de cosas pasadas en las que no ha tenido arte ni parte no puede dejar de causarles repulsión. Ellos, en su lugar, nunca lo harían.

Esa mala conciencia histórica del hombre occidental de esta hora no es histórica en absoluto. Si, en vez de Cuentos de Hadas, en los colegios del último medio siglo se hubiera enseñado Historia, aquél sabría que todas las culturas que en el mundo han sido han tenido su momento de gloria, y que todas lo han aprovechado para dominar a otras diferentes, en la mayoría de los casos con muchos menos miramientos que los mostrados por los tan denostados occidentales (ahora mismo estoy pensando en los pobres aztecas, sometidos por los españoles de Cortés: éstos eran tan pocos, que si no hubiera sido por lo hartos que estaban los tlaxcaltecas de aquéllos, no hubiera quedado ni uno). Los occidentales no sólo se afanaron por explotar minas y cultivar tierras, además estaban obsesionados con construir hospitales, escuelas y alcantarillas adondequiera que iban; y encima pensaban que era su obligación.

Es cierto que Estados Unidos, el campeón de la libertad, tiene en su haber el baldón de dos siglos de esclavitud. Pero esos dos siglos son una gota comparada con el océano de miles de años en que los propios africanos se esclavizaron entre sí. Los tratantes de esclavos occidentales no iban a África porque pensaran especialmente que los negros eran una raza maldita, sino porque allí el de la esclavitud era un negocio floreciente y con una larga tradición, de la que podían dar testimonio los mercaderes musulmanes del Océano Índico, quienes, como sus colegas occidentales siglos después, simplemente esperaban en la costa a que el reyezuelo de turno les ofreciera la mercancía. Y sin embargo nadie exige a los primeros o a los segundos que pidan perdón por ello. A los occidentales sí, y ni siquiera sirve como atenuante el que fueran los propios occidentales quienes más lucharon por erradicar la esclavitud.

Albert Einstein.
¿Qué fue lo que convirtió la "carga del hombre blanco", como llamó Rudyard Kipling a la extensión de los valores occidentales al resto del mundo, en la carga del hombre blando, la tiranía de la penitencia de que habla Bruckner? Buscando, buscando, podríamos decir que la culpa fue de Einstein y su teoría de la relatividad; pero como quiera que no era ésa su intención, que fue una consecuencia no deseada, será más justo sentar en el banquillo de los acusados al gacetillero de principios del siglo pasado que tuviera la idea de encabezar una crónica con el siguiente titular: "Nada es absoluto, todo es relativo, dice Einstein"; con la consecuencia de que la relatividad se convirtió en relativismo y el tocino en velocidad.

En descargo de Einstein, justo es reconocer que se horrorizó al ver lo que hacían con su teoría, una teoría pensada para la esfera objetiva del mundo, nunca para la subjetiva. Einstein era creyente; aunque no era practicante, reconocía la existencia de Dios. Por eso, no tenía ninguna duda de que el Bien y el Mal eran normas absolutas, fácilmente distinguibles, y no relativas y dependientes de las circunstancias. La consecuencia de ese error fue la ruptura de la sociedad occidental con la fe y la moral judeocristianas, que le habían dado su ser y sin las cuales nadie sabía muy bien en qué podía acabar convirtiéndose.

Casi cien años después, está mucho más claro en qué se ha convertido la antaño orgullosa civilización occidental: en sociedades que ya no saben lo que son pero sí lo que no quieren ser. Sociedades con problemas de identidad. Y cuando uno padece ese mal, cualquier identidad le parece mejor que la suya; y no repara en que, muy probablemente, todas esas personas cuya identidad envidia desearían poseer la que él rechaza.

En consecuencia, el moderno hombre occidental ha dejado de distinguir la verdad de la mentira; está dispuesto a aceptar como verdadero lo que le digan que lo es con tal de no tener que decidir él, sobre todo si su interlocutor no tiene reparo alguno en recurrir a la violencia para imponer (algunos dicen "defender") sus puntos de vista. Ya no sabe lo que es la verdad, pero tampoco quiere saberlo, y cuando de alguna manera intuye que algo lo es, tiembla pensando en la posibilidad de que le toque tomar partido y, en consecuencia, quitarle la razón a la otra parte; a menos que esa otra parte sea la religión cristiana, los valores tradicionales europeos o el Estado de Israel. Entonces ya no verá dificultades, y hasta se alegrará de hacerlo.

Si es que, en el fondo, es tan fácil tenerlo contento...



BOB MOOSECON (moosecon@semanarioatlantico.com), autor del blog Conservador en Alaska.

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