Señalaba yo hace unas semanas que nuestras salas de exhibición cinematográfica estrenan en ocasiones con inexplicable retraso algunas cintas notables, y me refería expresamente a «Amazing Grace». Debo decir lo mismo esta semana en relación con la película polaca «Katyn».
La Historia resumida es como sigue. El 5 de marzo de 1940, el politburó soviético, con Stalin a la cabeza, firmó una orden en virtud de la cual se disponía el asesinato a sangre fría de millares de oficiales polacos. Ciertamente, en septiembre de 1939, Hitler había invadido Polonia, pero no había llevado a cabo semejante agresión sin acordar unas semanas antes con Stalin el reparto de esta nación. Efectivamente, a los pocos días de que los panzers iniciaran una auténtica exhibición de la blitzkrieg, el Ejército rojo penetró también en un país ya casi derrotado y precipitó su desastre. Ni Hitler ni Stalin tenían la menor intención de que Polonia volviera a ser una nación independiente, y en el caso del segundo, semejante propósito pasaba, entre otras cosas, por acabar con sus oficiales.
La matanza se llevó a cabo en el bosque de Katyn a inicios de abril de 1940 –unos quince mil muertos– y vino acompañada de otras acciones menores en las que se fusiló a otros ocho mil prisioneros de guerra polacos. Para los soviéticos, el episodio no revistió especial dificultad porque se trataba de una forma de asesinar en masa que habían inventado ya durante la guerra civil rusa y que siguieron perpetrando en escenarios como Paracuellos durante la Guerra Civil española. Se trataba meramente de llevar a los prisioneros hasta un lugar donde pudieran cavarse grandes fosas comunes para, acto seguido, proceder a su eliminación en macrofusilamientos.
Las víctimas –soldados blancos de Wrangel, niños españoles procedentes de colegios católicos u oficiales polacos– siempre pertenecían a algún segmento de la población considerado como enemigo de clase. En todos y cada uno de los casos, los soviéticos contaron con la certeza de que el crimen no se descubriría. Sin embargo, en 1942, algunos ferroviarios polacos dieron con una de las fosas. A esas alturas, la URSS había sido invadida por Hitler y además había polacos combatiendo en los ejércitos aliados, de manera que los propios hijos de Polonia se negaron a creer en la eventualidad de una matanza llevada a cabo por el Ejército rojo. Pero determinados episodios son testarudos, y en abril de 1943, una unidad del Ejército alemán dio con una fosa en la que había más de cuatro mil asesinados. Se inició así un drama moral de terribles consecuencias. Mientras los alemanes desenterraban los cadáveres para dejar de manifiesto cómo era Stalin, los aliados occidentales optaron por el silencio precisamente porque la URSS era una potencia aliada. Aunque Stalin no consiguió que Alemania cargara con los muertos de Katyn en Nüremberg, la versión oficial de izquierdas fue que aquel matadero se había debido a Hitler.
Sólo con la llegada de la Perestroika, Polonia conocería oficialmente la verdad y la URSS reconocería lo sucedido. Ahora, la historia de un crimen genocida al que se sumó el engaño llega a nuestros cines. Merece la pena ver la película siquiera porque en España sucedió algo muy parecido perpetrado por gente similar a la de Katyn y a la que también ayudaba Stalin, y nada lleva a pensar que un día lo veremos en una pantalla.
César Vidal
www.larazon.es
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