La enseñanza democrática o igualitaria constituye un mito producto, como cualquier otra ideología, de su época. Del mismo modo que sólo una sociedad capitalista puede producir sistemas de ideas socialistas, como bien sabía el propio Marx, sólo las sociedades opulentas de mediados de siglo XX en adelante han podido producir una pedagogía que se define a sí misma como innovadora, liberadora e igualitaria. |
Este mito consiste en suponer que cualquier institución de una sociedad democrática (cualquier parte o engranaje del sistema, la escuela en el caso que nos ocupa) ha de ser democrática por separado, entendiendo además por tal cosa la supresión de las relaciones jerárquicas y de las decisiones tomadas sin la consulta del beneficiario (aquí, el estudiante). Pero una sociedad democrática no se forma por la unión de partes democráticas, sino por la unión de resortes que, combinados, permiten condiciones de democracia, igual que los fonemas que componen una palabra no tienen significado por separado, sino sólo en su correcta combinación sintáctica. Para afrontar los posibles argumentos que recurran a la pedagogía republicana española, cabe recordar que ésta tenía clara la selección por la inteligencia y el estudio como procedimiento no democrático para producir democracia, sin perjuicio de los resultados reales de tal fenómeno. Al habla Marcelino Domingo, primer ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes del Gobierno de la II República (v. La escuela en la República. La obra de ocho meses, Aguilar, Madrid, 1932, pról., pág. 17; capítulo III, págs. 97-98):
La escuela única atiende a estas dos finalidades: extiende la enseñanza a todos y posibilita la selección por el mérito.
Y:
Una democracia subsiste por las aristocracias del espíritu que ella misma forja, y la producción de estas aristocracias es imposible y, por consiguiente, imposible la democracia, si ella no impulsa, facilita y ampara la selección. (…) Instruidos todos, la selección es un derecho del inteligente y un deber en el Estado que cifre en la inteligencia la jerarquía.
La claridad de la expresión "Una democracia subsiste por las aristocracias del espíritu que ella misma forja" no puede llevar a engaño. Una aristocracia de la formación (una escuela selectiva) sería la única base posible de la democracia. Así, a la inversa, una democratización de la ignorancia (una escuela no selectiva, con niveles de exigencia académica ínfimos) no puede producir otra cosa que sociedades oligárquicas en las que quienes tienen capacidad pero no dinero o influencia quedan relegados a la mediocridad.
El progresivo monopolio ideológico del idealismo democrático ha producido la incorporación de paradigmas contestatarios, propios del plano de la política (contra el Estado o el Sistema), al plano de la escuela (contra el profesor o la institución). El ejemplo es la aplicación de los lemas de mayo del 68, pensados para la calle, al ámbito escolar, donde su ejercicio puede tener consecuencias distintas. El resultado fue que la utopía traspasó las fronteras de la acción y el discurso políticos y se adentró en las paredes de las aulas.
El brazo ejecutor de ese tránsito fue la Pedagogía, versión técnica de las ideologías emergentes. Pero su carácter técnico es mítico, ilusorio, ya que se reduce en realidad a una jerga para iniciados formada por términos vagos, difusos, cuando no abiertamente vacíos o sin definir y expresiones carentes de significado preciso ("aprender a aprender", "el interés de los alumnos", "metodología activa", "comprensividad", "diversificación", "flexibilidad curricular"…), y se adentra en terrenos más propios de una burda Metafísica postmoderna o de una mediocre Teología finisecular construida a partir de dogmas ideológicos, no técnicos.
Esta sofisticada retórica encubre una deriva relativista que logra la sumisión de los educandos al proceder a la depauperación del conocimiento ("excesivo academicismo" es una fórmula insistente en el ámbito jurídico y programático Logse), hecho consumado por medio de la supresión de quien desempeña la función de transmisor de conocimientos, carente ya de esa autoridad que ahora parece reclamarse. La retórica de corte utópico e igualitario produce niveles ínfimos de instrucción en las masas incorporadas a la sociedad en plano jurídico (formal, no real) de igualdad. Pero esas masas no pueden dejar de serlo, para ser ciudadanos átomos (individuos), si la enseñanza que padecen los condena a la dependencia técnica y a la penuria intelectual, expuestos y desarmados ante las consignas de los medios masivos de formación de conciencia.
Por ello, merece la pena pararse a pensar en la siguiente pregunta: ¿puede una sociedad económica y democráticamente precaria, o abiertamente dictatorial, producir una enseñanza de calidad? Y, principalmente, ¿puede, a la inversa, una sociedad opulenta y democráticamente asentada, al menos en apariencia, producir una enseñanza de calidad? La realidad es que bajo las condiciones materiales de las sociedades opulentas de fin de siglo, y muy en particular de la española, la educación ha incorporado principios ideológicos y doctrinales, y ha derivado hacia un relativismo devastador. (Empleo el adjetivo devastador no en sentido valorativo sino descriptivo: el relativismo es un absoluto en el que queda anegada y negada toda posibilidad de un lenguaje común, es decir, la racionalidad como campo de la discusión entre iguales, fundada por los griegos; el relativismo devasta la posibilidad de un pensamiento que no sea subjetivo y, por tanto, simplemente aceptable, rechazable o incomunicable, pero no criticable según los criterios comunes de la razón humana).
Tal vez se podría haber sido innovador sin necesidad de destruir la institución escolar como tal, esto es, como estructura de formación técnica y académica de futura mano de obra cualificada y de futuros agentes de las democracias representativas. Acaso el desastre de la II República, por un lado, y el carácter casposamente doctrinario de la escuela franquista, por otro, abortaron esa posibilidad, en alguna medida. En todo caso, se ha procedido a esa destrucción por medio de la desaparición de la función del profesor, y a ésta por medio de su vaciado legislativo. Tal medida tiene fecha: 1990, año en que fue aprobada la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo.
Al introducir en la escuela los tópicos del idealismo democrático no se ha conseguido erigir una escuela democrática, sino que la escuela en sí misma ha sido disuelta. La escuela es condición necesaria, pero no suficiente, para la democracia. Dicho de otro modo, una sociedad sin escuela no puede ser democrática, aunque no toda sociedad con escuela sea democrática. En España, en particular, se pasó del dogmatismo al relativismo (con el puente de la ley del 70, por cierto). Nadie pareció recordar la posibilidad de una escuela platónica, una escuela republicana al estilo de la que Condorcet propone en los albores de la Revolución Francesa y la demolición del Ancien Régime.
Da la impresión de que las palabras asustan y por eso no se definen. Así, es preferible introducir las palabras libertad e igualdad en la escuela, sin precisar qué quieren decir con un mínimo de rigor, y ahuyentar de la misma las palabras autoridad y jerarquía, como si estuvieran malditas, contaminadas ideológicamente por tiempos pretéritos. Pero no hay manera de conseguir un mínimo de igualdad material entre los ciudadanos, sin la cual la igualdad jurídica es pura metafísica y coartada del Estado, si la escuela no transmite conocimientos en unas condiciones técnicas dadas (no morales o ideológicas) que no son viables sin la jerarquía biográficamente provisional que separa a docente de discente.
Para producir igualdad material y libertad real (la independencia personal, social y económica que el conocimiento proporciona), la escuela no puede ser igualitaria y libertaria. Una escuela igualitaria y libertaria acaba siendo tiránica y produce tiranía. Un ejemplo de esto es el mantra pedagógico del interés del alumno. Cuando este interés es mayoritariamente (en número o en influencia dentro del grupo) no estudiar, incluso boicotear la clase, y no por maldad natural o generacional, sino por predisposiciones biológicas y sociales, el interés minoritario de estudiar queda abortado. Así, el interés por aprender de unos pocos parece no ser del interés de esa pedagogía tan interesada por los intereses del alumno.
Otorgar al profesor la condición de autoridad pública es una medida legislativa que no puede dejar de adoptarse si se pretende parar la sangría de la escuela pública en España. Pero es sólo una medida coyuntural que no puede más que ofrecer una eficacia limitada. La base del sistema es el obstáculo que impide que el profesor tenga siquiera existencia como tal. Y si no tiene existencia (y no la puede tener si carece de ella para los sujetos en relación con los cuales se define como docente, esto es, los alumnos), tampoco puede tener autoridad. Será una autoridad postiza que podrá resolver y aun prevenir determinados conflictos en las aulas, pero por sí misma no podrá resolver el problema estructural del sistema. La autoridad está asociada a una función, no a un individuo en particular. Si la función está desactivada, el sujeto que la desempeña puede llegar a conquistar más o menos excepcionalmente una autoridad personal sobre alguno de sus alumnos, pero la función misma como resorte del sistema educativo sigue sin estar operativa.
José Sánchez Tortosa
http://revista.libertaddigital.com
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