Me dio la noticia un amigo mientras me encontraba empleado en desenredar las sutilezas de un texto griego de hace veinte siglos. De no ser porque la contrasté en aquellos mismos instantes con las informaciones que ya circulaban en la red, hubiera pensado que se burlaba de mí. Pero era verdad. Obama había recibido el Premio Nobel de la Paz.
Apenas diez minutos después, era yo el que le comunicaba el acontecimiento a otro amigo, antiguo miembro de las Fuerzas especiales de una potencia de primer orden. Tras lanzar una carcajada amarga, me espetó: «Y ¿por qué? Por ser negro. A saber lo que le hubieran dado si hubiera sido además mujer…». Un comentario similar, en lo referente a la raza, que no al sexo, escuché un par de horas después de una amiga extranjera.
Vaya por delante que si el Premio Nobel es un galardón discutido, la controversia aumenta especialmente en relación con el relacionado con la Paz. A él fueron propuestos en el pasado personajes como Hitler y lo han obtenido otros como el antiguo director de las clínicas soviéticas en que se torturaba a los disidentes del paraíso socialista o Al Gore, gracias a un documental que es lo más parecido al cuento de Caperucita –roja, por supuesto– que se haya estrenado en cine en los últimos años. No quiero ser injusto.
En el caso de Obama, con seguridad, ni nos encontramos ante alguien que vaya a desencadenar una nueva guerra mundial ni tampoco ante un perseguidor de disidentes o un difusor de películas falaces. Sin embargo, con el corazón en la mano, no puede decirse que haya hecho nada por merecer ese galardón e incluso sus iniciativas que tanto han entusiasmado al comité del Premio Nobel de la Paz están convirtiendo a ojos vista el mundo en un lugar mucho más inseguro para vivir. La falta de energía de Obama frente a la dictadura islámica de Irán está facilitando considerablemente que toda esa zona del mundo pueda verse convertida en un hervidero aun mayor de violencia y fanatismo que acabe desbordándose no sólo sobre Israel sino también sobre Europa.
Por añadidura, su actitud errática en relación con la guerra de Afganistán, su discurso de El Cairo, que las naciones islámicas han interpretado como signo de debilidad, o su retirada del escudo antimisiles de Europa oriental no merecen que se otorgue a Obama el premio Nobel de la Paz porque sólo son pasos para facilitar una catástrofe global. Guste o no reconocerlo, Occidente es un pequeño archipiélago de libertad rodeado de un océano de totalitarismos. Esos totalitarismos no pretenden una convivencia pacífica sino que ansían lanzarse sobre Occidente para someterlo y saquearlo. Si tal eventualidad no se produjo en el pasado con el nacional-socialismo alemán o el socialismo soviético se debió precisamente a la ayuda norteamericana a las democracias.
Ahora, a tan sólo unos meses de la llegada de Obama a la Casa Blanca, Europa occidental se encuentra mucho más expuesta a sus enemigos que nunca desde la caída del muro de Berlín. Quizá algunos consideren que ése es un motivo para otorgar el Premio Nobel de la Paz a Obama. La realidad es que con su conducta nos está desprotegiendo frente a un posible conflicto y, de esa forma, la única paz que podemos esperar razonablemente es la de los cementerios.
César Vidal
www.larzon.es
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