El profesor Manuel Pastor, en un repaso a la literatura reciente sobre Abraham Lincoln, se dolía en este espacio de que se pudiese comparar a Barack Obama con el 16º presidente de los Estados Unidos. Especialmente, teniendo en cuenta que Lincoln es el epítome del conservadurismo. Quizá tenga más sentido la interpretación exactamente contraria. |
El 20 de enero de 2009 Barack H. Obama juraba el cargo de presidente de los Estados Unidos sobre la Biblia de Abraham Lincoln. Ocho días antes se cumplía el 200 aniversario del nacimiento del republicano. Más allá del hecho de que Obama sea negro y de que el primer decreto de emancipación, aunque parcial, lo firmó Lincoln, el hecho de que aquél haya mostrado su admiración por éste y buscado en él una guía merece nuestra consideración.
Considera Pastor que la comparación entre Obama y Lincoln el "mártir" llega a ser "sacrílega". Para John Hay, Lincoln era "el personaje más grande desde Cristo". No entro en ese terreno, pero sí en la consideración de que el paralelismo entre ambos presidentes es "absurdo".
Que el profesor Manuel Pastor y este periodista tenemos una visión diferente de la significación histórica de Lincoln lo puede comprobar el lector en los artículos que sobre él publicamos en el nº 39 de La Ilustración Liberal. No obstante, en algo coincidimos: le consideramos el consolidador de una nueva nación (Pastor) o el forjador de una nueva unión (quien esto escribe).
Es claro que Barack Obama es un caso extremo de izquierdismo en la Casa Blanca. Si Lincoln "merece un lugar en el panteón del conservadurismo americano", como dice Patrick Allit y recoge Pastor, no hay lugar para la comparación. Pero si vamos más allá de las palabras izquierdismo y conservadurismo, la cercanía entre ambos presidentes aparece más clara.
Una clave para entender esta relación es el hecho de que Obama haya declarado que está estudiando la presidencia de Lincoln como inspiración para la suya. Otra es que, como sugieren los dos artículos arriba citados, Lincoln imprimió un cambio muy importante en la política de aquel país y Obama aspira a lo mismo: hacer de los Estados Unidos un país enteramente distinto.
El núcleo de las discrepancias es la consideración de Lincoln como claro representante del conservadurismo. En Estados Unidos esta palabra denota una forma de pensar determinada, que a grandes rasgos podemos identificar con la defensa de un Estado limitado y, en consecuencia, con el apego a los ideales de los Padres de la Constitución y al propio texto de la ley fundamental norteamericana. Un conservador hablará siempre de atenerse a los dictados de la Constitución y al respeto por la tradicional forma de vida estadounidense, basada en el respeto a la libertad individual y los derechos de la persona.
Claro es que hay muchos conservadurismos, y algunos son contrapuestos. Pero no es el menos auténtico de todos ellos el que busca inspiración constante en las ideas ilustradas que se plasmaron en la Revolución, la Declaración de Independencia y la Constitución. Y dentro de esta filosofía hay una corriente historiográfica que, precisamente por fidelidad a esas ideas, considera que Abraham Lincoln traicionó a su país y encarna la ruptura, no la continuidad o la defensa, de la Constitución.
Unión Editorial y el Instituto Juan de Mariana han publicado El verdadero Lincoln, de Thomas DiLorenzo, un buen exponente –pero no el último– de la bibliografía liberal crítica, muy crítica, con el viejo Abe. El mismo autor sacó, más recientemente, Lincoln unmasked (Three Rivers Press, 2006; The Real Lincoln es de 2002).
El relato comienza con el mismo nacimiento de los Estados Unidos, como no podía ser menos. Los Estados eligieron libremente crear una Confederación; más tarde, igual de libremente la rompieron y decidieron unirse en una federación. Es decir, el sujeto depositario de derechos políticos eran los Estados, que, expresa o tácitamente, los mantuvieron. Esta realidad choca con la "mentira espectacular" de Abraham Lincoln, según la cual la unión entre los Estados era previa a la Constitución. Es más, fueron los Estados, cada uno de ellos, por separado, los que se declararon independientes de la metrópoli.
Las ideas expresadas entonces fueron las mismas que esgrimieron los Estados sureños cuando decidieron optar por la secesión. Literalmente las mismas. Charles Adams, uno de los mejores autores de esta tradición, escribe en When in the course of human events (Rowman & Littlefield Publishers, 2000): "Para los americanos, el derecho de autodeterminación era autoevidente. ¿Cómo pudo ocurrir que en América se llegara a llamar traición?". Por su parte, Murray N. Rothbard habla de Two just wars: 1776 and 1861.
El derecho a la secesión es central dentro de esta tradición. No es ya que esté en el origen mismo del país, sino que fue alegado por distintos Estados en diferentes momentos de la historia de norteamericana, y fue generalmente reconocido. Estas cuestiones se abordan en Secession, State & Liberty, editado por David Gordon (Transaction Publishers, 2007).
La primera mención a la secesión posterior a la Constitución (porque las hubo previas) la encontramos en las Resoluciones de Kentutky y Virginia, escritas en 1798 por Jefferson y Madison cuando se aprobaron las Leyes de Sedición y Extranjería, injustas y contrarias a aquélla. Estos textos recordaban que la Unión se formó por acuerdo, y que cualquiera de los Estados podía romperlo: primero, porque cada Estado era depositario del derecho político que dio lugar a la Constitución, y, segundo, porque los Estados tenían legitimidad para interpretar la Constitución.
Los primeros Estados con tendencias secesionistas apelaron a "los principios de 1798". Y no fueron los del Sur, sino los del Norte, agobiados por el peso político de los primeros, claramente superior. Cuando la extensión del país y la evolución demográfica y política llevó a la preponderancia del Norte, fueron los Estados del Sur los que mostraron tendencias secesionistas, que estuvieron a punto de derivar en guerra con el arancel abominable (1828).
Esta corriente historiográfica también incide en que la Guerra entre los Estados –como prefiere llamar a la de Secesión– tuvo causas distintas de la de la esclavitud. Recuerdan que el programa político del Partido Republicano estaba centrado en las mejoras internas, es decir, en la inversión federal en infraestructuras. Para poder sufragarlas, el Partido Republicano, como su antecesor –el whig–, defendía el inflacionismo (banco central mediante), las subas arancelarias (los aranceles aportaban el 90% de los ingresos del Estado Federal) y el proteccionismo. El Sur, librecambista, veía este cóctel absolutamente devastador. En este punto conviene citar, y recomendar, el libro de Mark Thorton y Robert Ekelund Tariffs, blockades and inflation (SR Books, 2004).
Por lo que se refiere a la esclavitud, los antilincolnianos inciden en que no era un asunto importante ni para Lincoln (él dejó meridianamente claro que su política tenía por eje el fortalecimiento de la Unión) ni para el Sur, muy centrado en la amenaza arancelaria.
DiLorenzo anota que la esclavitud estaba remitiendo en todo el mundo por la presión del trabajo libre, y sostiene que también en EEUU habría desaparecido sin que mediara guerra alguna. Jeffrey Hummel, uno de los mejores historiadores de la época, expone en Emancipating slaves, enslaving free men (Open Court, 1996) la tesis de que hubiera sido mejor la secesión de los confederados que el desastre de la guerra.
La guerra es, por supuesto, otro de los grandes temas tratados por la historiografía de que hablamos. Sus autores suelen estar insertos en lo que se conoce como vieja derecha o paleoconservadurismo, muy firme en su denuncia de los efectos que las guerras tienen sobre el orden jurídico y sobre los derechos individuales. John V. Denson ha editado un libro, The costs of war (Transaction Publishers, 2003), dedicado a este asunto, y escrito otro, A century of war (Ludwig von Mises Institute, 2008), con protagonismo de Lincoln y la Guerra Civil.
El primer presidente republicano no sólo violó la Constitución, sino que mandó detener al juez de la Corte Suprema... por advertirlo; suspendió el habeas corpus; gobernó por decreto durante tres meses; detuvo a miles de personas acusadas de ser contrarias a su política; impuso la recluta forzosa; cerró más de 300 periódicos desafectos... nada que ver, pues, con lo que considera conducta ejemplar un conservador... o un constitucionalista.
Que hay un debate dentro del conservadurismo sobre la figura de Lincoln lo prueba un libro reciente (2008) en el que se oponen dos versiones antitéticas y titulado Abraham Lincoln, ¿amigo o enemigo de la libertad? Los contrincantes son DiLorenzo y Joseph A. Morris, de la Lincoln Legal Foundation. Es un debate muy vivo... y merece la pena seguirlo y, si se puede, enriquecerlo.
Por José Carlos Rodríguez
http://libros.libertaddigital.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário