No resulta fácil entender los Estados Unidos sin la religión. Está en su carta fundacional, en el origen de su origen, en su tejido nervioso, en las conversaciones más convencionales o más elevadas, en los actos oficiales u oficiosos que desarrollan a diario millones de ciudadanos. Es la argamasa que ha permitido construir un país envidiable, grande, y es una importante herramienta para unir lo diverso, que es mucho en un país de doscientos cincuenta millones de personas formado mediante diferentes oleadas migratorias.
El acto de ayer, el Desayuno de Oración, se explica desde esa premisa imprescindible: el discurso político, social, ciudadano está teñido de referencias a Dios. Sin pudores ni disimulos. A este acto de importancia notable en la agenda política y social norteamericana acudió invitado Rodríguez Zapatero, el cual desgranó un discurso laico en un ámbito religioso, exactamente tal y como se esperaba. Su papel no era el de protagonista, pero no desperdició la ocasión para loar el laicismo que le adorna desde el respeto -o esa sensación me dio- por el hecho religioso. Era una buena oportunidad y la aprovechó bien. Cumplió con su deber y no desperdició el momento para reclamar la autonomía moral suficiente para creer o no en lo que se considere oportuno.
Pero el auténtico desayuno de ZP no fueron los bollos, mermelada, mantequilla y café aguado que tenía sobre la mesa: el sapo se lo tuvo de tragar un poco antes con la lectura de la prensa española. La cara de Almunia y la comparación con Grecia que el comisario realizó intencionadamente, más todos los comentarios editoriales de los principales diarios españoles, no tuvieron que ser plato de buen gusto. Pero tragó y se aprestó a la faena aseada en la mañana de Washington, en la que brilló hasta la saciedad una asombrosa oradora, una extraordinaria política, una soberbia líder de masas: Hillary Clinton. El discurso de la secretaria de Estado desveló algunos pasajes de su vida en los que la oración -sí, sí, la oración- ha acudido en su auxilio: cuando tragó quina en la Casa Blanca a cuenta de las aventuras de su marido, cuando visitó Haití, Congo, Belfast, cuando conoció a la Madre Teresa de Calcuta en aquél frío invierno y se fijó en que la anciana religiosa sólo llevaba unas sandalias abiertas en los pies.
En Estados Unidos, y significativamente entre su clase política, hay poco pudor para escenificar cuantas confesiones personales sean necesarias: créanme que llama la atención estar delante de una mujer de magnetismo incomparable escuchando el relato de cómo otras congresistas acudían a rezar con ella a la Casa Blanca y así poder tomar aire y ánimos para afrontar la que les estaba cayendo encima con motivo del ya legendario descarrilamiento de hormonas de su marido.
Hillary se comió a Obama, que no es precisamente un novillero en esto de elaborar discursos: a pesar del buen exordio del presidente norteamericano, la puesta en escena de Hillary, el saberse en un terreno propicio, la estructura de su prédica y la hondura de sus ideas, especialmente aquella que da a la religión un papel trascendental en el correcto equilibrio moral de las personas, levantó la International Ballroom del hotel Washington Hilton y la puso boca abajo.
Probablemente en España no sería posible un acto de estas características y mucho menos con la complicidad política de todas las fuerzas parlamentarias. Europa es distinta y no tiene por qué rasgarse las vestiduras por interpretar la vertiente pública de la religión de manera completamente diferente. Pero sí podría instrumentarse alguna ceremonia colectiva de Fe civil en el país, en la sociedad, en el dudoso futuro al que nos enfrentamos.
En el bolsillo superior derecho de la chaqueta del presidente se alojaba una fotografía de María Santísima de la Candelaria que con todo respeto aceptó portar el día anterior. Doy fe de ello. Que no se la quite, aunque parezca que lo que se nos avecina no nos lo evita ni Dios.
Carlos Herrera
www.abc.es
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