Una de las características más repulsivas de la política llevada a cabo por la Komintern fue la de acuñar palabras que no sólo servían para desprestigiar al adversario sino también para inmovilizarlo. En los años treinta –y todavía colea– la palabra mágica era «fascista». Para el genocida Stalin y sus secuaces, fascistas no eran sólo los seguidores de Mussolini o Hitler, sino incluso los socialdemócratas alemanes que no se sentían nada inclinados a dejarse fagocitar por Moscú. ¿Que alguien denunciaba el Gulag, las purgas o los asesinatos en masa? Sin duda, se trataba de un fascista aunque militara en el anarquismo. Durante los años siguientes, fascistas fueron Menahem Begin, Margaret Thatcher o Ronald Reagan por mencionar sólo a algunos. Con el tiempo, el término en España pasó a facha, que es más breve y sueña a golpe de tralla o a escupitajo. Los usuarios además aumentaron. Ya no sólo era la izquierda sino también los nacionalismos –tan democráticos ellos como todo el mundo sabe– los que se valieron del término para vilipendiar y amordazar al prójimo.
Los ejemplos son numerosísimos. Por ejemplo, alguien cuestiona que el Gobierno vasco dé dinero al entorno social de ETA y es un facha. Por la cabeza de un ciudadano de a pie pasa la idea de que la ley de memoria histórica es una majadería resentida o sufre un amago de cabreo al enterarse de que se gasta el dinero del contribuyente en abrir un consulado de Cataluña en Senegal y es un facha. A alguien se le revuelve el estómago porque en tiempos de crisis se dilapide el dinero, por ejemplo, dándoselo a los gays de Zimbabwe y es un facha. Algún profesor considera una indignidad que los críos puedan pasar de curso con cuatro suspensos o incluso no sean expulsados por copiar de un examen en la universidad y es un facha. Se manifiesta una posición contraria a que una adolescente de dieciséis años aborte sin que sus padres – los mismos que tienen que darle permiso para visitar el Museo del Prado– se enteren y es un facha.
Alguien empieza a hartarse de la inmensa pléyade de frescales que viven a costa de sus impuestos y es un facha. En el colmo de la provocación, alguien se emociona cuando escucha hablar de España o cuando ve su bandera… ¡facha, facha y más que facha! Los ejemplos podrían arracimarse por decenas, pero, en todos y cada uno de ellos, la palabra no pasa de ser una fórmula mágica para amordazar al discrepante. «Yo opino…». «Tu, Manolo, lo que eres es un facha», le lanzan a la cara y Manolo agacha la cabeza y se calla. Por supuesto, ya es bastante grave que cualquiera cierre la boca porque ha escuchado el término «facha», pero más lo es cuando son los representantes de los ciudadanos los que, en lugar de intentar explicar el programa por el que se les eligió, optan por callarse, volverse atrás de sus promesas electorales o incluso ir de progres aceptando el proyecto del adversario político no sea que los llamen fachas. O que digan que son de derechas, que todavía es peor. Y es que salvo con personas de temple –Federico Jiménez Losantos o Alfonso Ussía son ejemplos obvios– el éxito de los neo-chekistas con esta palabra mordaza resulta abrumador.
César Vidal
www.larazon.es
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