sexta-feira, 8 de outubro de 2010

Nobel descontado

Hay escritores que llevan en su bolsillo el Nobel como los soldados de Napoleón llevaban en la mochila el bastón de mariscal. De un modo innato, esencial, inherente a su fama, a su universalidad y a su talento. Mario Vargas Llosa es uno de ellos. Olía a Nobel desde que hace cincuenta años irrumpió en el boomlatinoamericano con el relato crudo, seco, cortante de aquel colegio militar limeño en cuya atmósfera de crueldad iniciática biseló su propia identidad de escritor puro, total y arrebatado, entregado a la literatura como una pasión insaciable y redentora. Y desde entonces no ha hecho sino ganar y engrandecer cada día, con la disciplina flaubertiana de una vocación incansable, el premio moral de un prestigio tan inmenso que ha terminado condecorando él mismo a esa errática Academia que al fin ha decidido, entre tanteos multiculturales y agasajos de corrección política, hacerse un poco de justicia a sí misma.

Vargas Llosa es el paradigma contemporáneo del oficio de escribir, adornado además con una personalidad social arrolladora y un compromiso ético e ideológico. Brillante, culto, educado, versátil, seductor, mediático; gran conversador políglota de verbo hipnótico y prosodia envolvente; ensayista riguroso y articulista ameno; lector profundo y constante, de una curiosidad abismal; hombre de cortesía antigua, dueño de una elegancia intelectual acorde con su porte físico de señorial patricio cosmopolita; pero sobre todo dominador absoluto, portentoso, del oficio de escribir, de la técnica narrativa, de la voluntad de estilo, del secreto de la expresión certera y del esplendor de un idioma que conoce y maneja hasta en sus más íntimos recovecos, hasta en su más prolija diversidad geográfica a ambos lados del Océano. Escritor constante, metódico, ordenado, preciso, laborioso, radical, iluminado en su tenacidad por los relámpagos de la excelencia y del talento. Un demiurgo capaz de cartografiar en la soledad de su escritorio —yo lo he visto a veces aplicado en su cuaderno, ya en pleno esplendor de notoriedad popular, aislado del ambiente en la mesa de un céntrico café de Madrid— no sólo el mapa humano del poder que ha destacado el Comité del Nobel sino todo el genoma moral de la especie, que ha sabido encerrar entre los muros de una arquitectura novelística omnímoda, polifónica, potente, vigorosa y coral.

Por todas esas razones era —como antes Borges o Baroja, como ahora aún Kundera, Auster o Wolfe— un Nobel in pectore al que sólo se podían permitir ignorar los hieráticos miembros de la Academia de Estocolmo, encerrados en su burbuja de equilibrios geopolíticos y cuotas de minorías raciales. Ayer, cuando la noticia saltó en la prensa online y los noticiarios, sus lectores sentimos la sorpresa de una cosquilla de dèja vu. Porque aunque increíblemente aún no lo tenía, la mayoría de nosotros ya se lo había descontado.

Ignacio Camacho

www.abc.es

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