Los españoles suelen llevar a gala tener antepasados judíos, aunque su realidad no esté siempre contrastada. También nos sentimos orgullosos de los diplomáticos españoles que salvaron muchas vidas en pleno genocidio. Pero cuando llega la hora de expresar alguna clase de solidaridad con Israel las cosas cambian. No basta con decir que es la única democracia de la zona, un país pluralista que se enfrenta a los mismos problemas que muchos otros, como el de la posible erosión de la propia identidad, consecuencia en parte de su éxito económico y político. Tampoco sirve recordar que es un país asediado desde el primer día, antes por los nacionalismos árabes y ahora por la marea yihadista, ni vale insistir en que Israel no puede permitirse un fallo serio en seguridad a riesgo de desaparecer del mapa. Aún peor: cuando se recuerdan estos hechos que obligan a Israel a vivir en estado de tensión constante, la reacción es más negativa si cabe. El nombre de Israel ha pasado a tener un significado nuevo. Su sola evocación resucita algo reprimido y olvidado a propósito: la certidumbre de que para vivir hay que estar dispuesto a defenderse y que a veces, hay que atacar. Un profesor me contaba hace poco el escándalo que levanta en sus clases la afirmación de que la guerra, aunque nunca deseable, es necesaria en ocasiones. Ortega especuló al final de su vida sobre cómo sería un mundo sin guerra y aunque acababa de salir de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, lo que intuía de ese universo de paz perpetua no resultaba muy atractivo, al revés. El mismo profesor al que antes aludía comentaba también que una vez pasado el primer momento de escándalo ante el uso de la fuerza, en la clase se nota un cierto alivio, como si se hubiera roto un tabú, una tensión artificial, innecesaria. En su sesenta aniversario, es bueno felicitar a Israel por todo lo que ha logrado, y agradecerle que siga defendiéndonos y tendiéndonos un espejo en el que mirarnos sin complacencia.
José María Marco
www.larazon.es
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