Alcalá de Henares ha sido durante décadas un lugar asociado con algunos de los mayores y más nobles logros de España. Fue allí donde el cardenal González de Mendoza se encontró por primera vez con Colón y accedió a presentarle a los Reyes Católicos. Fue allí donde su sucesor, el cardenal Jiménez de Cisneros fundó su Universidad Complutense (el nombre en latín para Alcalá) y encargó la elaboración de su maravillosa Biblia en siete idiomas. Y allí nació también Cervantes, además de Manuel Azaña, un excelente escritor aunque no fuera un político muy afortunado.
Teniendo en cuenta estos acontecimientos magistrales del pasado de Alcalá, debe de parecer inapropiado que la ciudad fuera también el escenario de uno de los sucesos más deshonrosos de la historia de España: el asesinato en 1937, en plena Guerra Civil, del antisoviético Andrés Nin.
Nin y los que con él formaban parte de un pequeño partido conocido con el nombre de Partido Obrero de Unificación Marxista habían sido comunistas en los años veinte. De hecho, Nin, hijo de un zapatero de El Vendrell, Tarragona, y en otra época anarcosindicalista, había quedado tan impresionado por la revolución rusa que pasó una época viviendo en Moscú y trabajando para el Profintern, la organización comunista de sindicatos. Pero Nin y muchas personas como él se desilusionaron: la persecución de Trotski llevada a cabo por Stalin fue un momento crucial para todos estos revolucionarios, y Nin se volvió a España para lamerse las heridas junto con sus camaradas.
En el ámbito político, estos ex comunistas se reunieron en un primer momento en un diminuto partido llamado Bloque Obrero y Campesino (BOC), que se unificó con otros anticomunistas radicales para formar el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). En un pasaje ingenuo de mi libro La Guerra Civil española denominé a estos revolucionarios nacionalistas «semi-trotskistas», una designación que provocó la burla de algunos de ellos más adelante. Cambié esa descripción en las ediciones posteriores de mi obra, pero creo que era un nombre mejor de lo que aparentaba. Recuerdo que cuando estaba escribiendo el libro, el ilustrado socialista inglés Tony Crosland le dijo a su mujer: «¿Sabes? Hugh nos va a contar todos los detalles acerca de aquello en lo que se equivocó el POUM».
Muchos años después, llegué a conocer a varios de esos poumistas de antaño. Su principal motivación política era un anticomunismo feroz y bien informado. Por ejemplo, en Nueva York conocí a Joaquín Maurín, el líder, junto con Nin, del POUM. Era difícil distinguir en este encantador periodista liberal al fiero enemigo del capitalismo de original intelecto que había sido otrora. No cabe duda de que sus años como refugiado en la España nacionalista debieron de arrancarle ese espíritu. Pero aun así, sigue mereciendo la pena citar su recordatorio de que el fascismo fue la herejía de la izquierda y no de la derecha.
En Londres conocí a Julián Gorkin (Gómez), que había sido fundador del partido comunista en Valencia. Me confesó que lo que le llevó a separarse allá por 1927 de los comunistas sovietizados fue la orden procedente de Moscú de asesinar al general Primo de Rivera. En la década de los cincuenta, cuando lo conocí, Gorkin se vio implicado en el ataque inteligente e intelectual al comunismo del Congreso por la Libertad Cultural. Su descripción de las actividades de la Internacional Comunista en España me pareció tan electrizante como reveladora. Por ejemplo, comparaba a Codovilla, el representante argentino del Comintern (la organización de la Internacional Comunista), con Svengali, un director de escena decidido a convertir a La Pasionaria en oradora.
Y por último estaba Víctor Alba, al que llegué a conocer como traductor realmente brillante. Tradujo mi libro La conquista de México con erudición, sensibilidad y pasión, y el memorando publicado en la edición española de esa obra, en el que explicaba lo difícil que le había resultado, estaba maravillosamente escrito. Por aquel entonces, Alba había sido prisionero de una cárcel nacionalista, periodista del Excélsior en México y profesor de ciencias políticas en una universidad de Estados Unidos. Pero cuando yo lo conocí, había vuelto a Sitges, donde vivía junto al mar, rodeado de sus enciclopedias, sus diccionarios y su familia (que lo ayudaban con sus traducciones). Llegué a cogerle mucho cariño. Escribió un gran número de libros interesantes, entre los que se encuentran sus memorias, Sísifo y su tiempo, una obra magnífica. Contiene la mejor explicación de las atrocidades cometidas en el bando republicano que conozco: «Ni yo ni nadie que conociera, ni los dirigentes hicimos nada para impedir los asesinatos e incendios. El silencio, la cautela o la indiferencia fueron la actitud general, especialmente de los que después se desgañitaban asegurando que si la CNT no hubiese cometido tantas barbaridades habríamos ganado la guerra. Hablando de represión, hemos de emplear la primera persona y no la tercera. Callar es también una manera de hacer. Y todos callaron. No creo que esto fuese en general producto del miedo, sino de la indiferencia, derivando de la convicción íntima de que en bloque las víctimas se lo merecían, cuando menos porque, de haber vencido, habrían actuado como los incontrolados. De hecho, allí donde podían, lo hacían, pero controlados» (Sísifo, 127).
Cuando estalló la guerra, en 1936, el POUM, como parte del ala izquierdista de la alianza, formaba parte del Gobierno catalán. Nin fue Consejero de Justicia durante tres meses. Pero parece que sólo trabajaba como tal por las tardes y que se reservaba las mañanas para el POUM. Hiciera lo que hiciera en ese puesto, no fue capaz de influir demasiado en las colosales injusticias de su época «en el poder». Después de eso, el POUM se convirtió en el objetivo de los ataques comunistas como medio para vengarse de aquellos que parecían haber traicionado al partido en los años veinte. Además, Nin cometió el error de insinuar que debían acoger a Trotski en Barcelona. Los comunistas no podían perdonarle algo así. Los anarquistas, que tenían mucho más peso, también estaban en el punto de mira de los comunistas.
Dentro del bando republicano, las luchas estallaron en mayo de 1937: los anarquistas abandonaron el Gobierno y a los líderes del POUM se los acusó de ser franquistas encubiertos. Los comunistas arrestaron a Andrés Nin y se lo llevaron de Barcelona a Alcalá de Henares, iniciativa impulsada por la policía soviética, cuyos agentes se aprovechaban de su situación como representantes del único país que ayudaba a la República con armas para hacer más o menos lo que se les antojaba. Los dos delincuentes implicados en el arresto, el brutal interrogatorio y el posterior asesinato de Nin fueron un ruso, Alexánder Orlov, y un húngaro, Ernö Gerö. A pesar de las refinadas técnicas de tortura empleadas por estos mostrencos, Nin se negó en redondo a aceptar que el POUM y él fueran agentes fascistas, aliados secretos de Franco. Los comunistas empezaron a admitir que la muerte de Nin había sido obra suya en los años setenta, pero no antes. Orlov murió más adelante como refugiado en Estados Unidos; Gerö fue ministro del Interior de Hungría en los años cincuenta y quedó manchado de la sangre de muchos de sus compatriotas húngaros antes de morir en Rusia en 1980. Ahora, José María Zavala, en su excelente biografía En busca de Andreu Nin, ha demostrado más o menos en qué parte de Alcalá estuvo encarcelado Nin y ha sacado a relucir muchos detalles de sus últimos días. Por muchas que sean las dudas que podamos tener acerca de la vida anterior de Nin, lo que sí podemos decir con toda certeza es lo mismo que lo que Malcolm comenta en Macbeth sobre el «Thane» (noble medieval): «Nada en su vida le sentó tan bien como el dejarla».
Lo que quizá sea ahora necesario es una estatua de Nin en Alcalá. Murió como consecuencia de sus convicciones, por mucho que podamos disentir de lo que quería intentar y hacer. Un programa «semi-trotskista» no resulta muy atrayente ahora. Nin fue víctima de un complot internacional que desacredita al Gobierno republicano. Para reparar el daño, Nin debería ser recordado como es debido. Quizás el Cardenal Cisneros habría estado de acuerdo.
Hugh Thomas, historiador
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