El otro día, en Móstoles, el presidente del Gobierno le hizo, sin querer, un cálido homenaje a la cultura francesa. Fue por casualidad, hay que insistir en ello, puesto que nuestro héroe lo único que sabe de los vecinos del primero (del primero derecha, por más señas) es que al vino le llaman «vin», al pan le llaman «pain» y, sólo por «xoder», como en el chiste del gallego, le llaman «fromage» al queso. Vamos, que se le puede acusar de cualquier cosa, pero llamarle afrancesado resulta improcedente. Antes, tendría que volver a los pupitres del colegio o contratar un profesor particular con cargo al presupuesto. O sea, que lo del homenaje es un decir (los ilustrados lo llamarían una hipérbole) para poner en suerte las palabras que dedicó al Bicentenario el señor Zapatero.
Algunos de entre ustedes habrán leído a George Pérec, autor de una novela magistral -«La vida: instrucciones de uso»- que revolucionó el panorama literario en la segunda mitad de los setenta. Judío por estirpe y parisino por nacencia, Pérec, era un «enfant terrible» con ribetes de genio al que la muerte derribó en su mejor momento. Llegados a este punto (y agradeciendo, muy de veras, su infinita paciencia) el arriba firmante intentará explicar que pito toca ese «monsieur» en relación con el discurso mostoleño. La cosa es que Pérec, estilista y chuleta, en otro de sus libros («La desaparición»: casi trescientas páginas repletas de misterio), se impuso como norma el no emplear la letra «e» y cumplió el desafío al pie de la letra. Si enhebrar cuatro párrafos con todas las vocales llega a ser un tormento, échale guindas al pavo si tienes que apañártelas eliminando una del tintero. Pérec lo consiguió y ahí queda eso. Quedaba, mejor dicho, puesto que, el dos de mayo, el señor Zapatero estuvo inmenso. Se colocó a la misma altura de Pérec, o por encima, incluso, no le restemos méritos.
Pronunciar un discurso sobre la rebelión de un pueblo (primero el de Madrid, luego el de España entera) contra la máquina de picar carne más poderosa de la época y hacerlo constreñido a no usar dos palabras -la patria y la nación- en ningún momento, es un auténtico «tour de force» conceptual, es el «rien ne va plus» del escaqueo, es ordeñar al máximo las ubres de la lengua.
Una pieza de orfebre y hasta de museo: con menos credenciales se ingresa en la Academia. Coherencia, señores, coherencia; acaban de endilgarnos una lección de coherencia. El pacifismo antropológico que define y moldea la personalidad del presidente resulta incompatible con un hecho de guerra. Y es de cajón (de mico, por supuesto) que la aureola épica que rodea al Conflicto de la Independencia (donde esté un buen conflicto que se quite la guerra) se ha transformado en un telón de purpurina que oculta los valores de la derecha extrema.
Esa España plural que preconiza Zapatero no se inspira en aquella que sepultaba a los gabachos en las cubas de vino de villorrios siniestros (pregunten por «la cuba del francés», porque en Castilla aún quedan). La patria y la nación son herrumbrosas lanzas que ni pinchan ni cortan en un país moderno (lo de las herrumbrosas lanzas fue una agudeza de Benet, el que quería devolver a Soltzhenitsyn a Siberia). La nación de naciones, por lo tanto, es lo que nos vertebra y, en cuanto al patriotismo, vamos que nos matamos (o que nos matan, si se tercia) con el que se despacha en las taquillas periféricas. Ni patria, ni nación. Que por ahí se empieza y se termina por calar las bayonetas.
En un pasaje de la «Meditación de El Escorial» (citado por el profesor Martínez Ruiz al abordar las claves que conectan 1808 con la crisis europea) Ortega y Gasset comenta una supuesta exclamación de Nietzsche que viene de perillas con la que está cayendo: «¡Los españoles! ¡Los españoles! ¡Querer ser demasiado ha sido su tragedia!». Hace doscientos años, en efecto, los españoles se empeñaron en no dejar de serlo y pagaron con sangre tamaño atrevimiento. ¿Querían demasiado? En opinión de Zapatero, el sucesor de George Pérec, probablemente.
Tomás Cuesta
www.abc.es
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