Tuvo la osadía de borrar un dibujo de uno de los maestros dominantes de la pintura épica, Willen de Kooning, y luego de colocar unas alas a una botella de Coca-Cola. En sus gestos primeros se aprecia una mezcla de humor dadaísta y respeto velado a la tradición. No perdía, en ningún sentido, ojo al amargo legado de los ready-mades duchampianos y, por supuesto, el silencio de Cage y su amor al azar fue para él la más importante escuela.
Sus combine paintings partían de la asunción de que el universo de los mass-media marcaba un nuevo paisaje, una atmósfera en la que todo podía mezclarse con cualquier cosa. Un saco de dormir, una gallina, una corbata manchada o una rueda eran tan válidos para hacer un cuadro como una fotografía de Kennedy o una alegoría de la «Divina Comedia» de Dante. Su mente era, en cierto modo, un garaje en el que la chatarra se acumula a la espera de la mano astuta del bricoleur.
Rauschenberg fue el gran maestro de la combinatoria accidental, pero, lo más importante, tenía, en su desarreglo, una elegancia infinita. No hace muchos años pude ver su exposición «Gluts» en el IVAM, donde se le había distinguido con el premio Julio González, y demostró que seguía con la mente en llamas y que, a pesar de todo, estaba abierto a las sorpresas y sabía aceptar lo roto, aquello que era verdaderamente lamentable y convertirlo en algo digno de admiración. No le gustaba el término pop porque advertía que era parte de un márketing más útil para escaparatista como Warhol que para tipos bizarros como él. En última instancia si había intentado aplacar la angustia de las influencias del gestualismo precedente es porque en su obra había evidentes restos de pulsionalidad.
Puede hablarse de su obra como suntuosa escatología, en la que lo mismo dispara sobre el antiguo espacio de la representación que lo convierte en el sedimento de la vida sin despreciar nada. Si su amado Jasper Johns pintaba banderas americanas, números y dianas, él se dejaba llevar por lo barroco, esto es, no frenaba el caos que alienta en el pecho de cualquier hombre. Elevó el collage, todavía en las vanguardias históricas preso del género de la naturaleza muerta, a procedimiento clave del imaginario contemporáneo y, en cierto sentido, anticipó la hibridación posmoderna.
Su pintura era completamente impura y, a pesar de todo, resplandece, con toda su inmundicia, como divisa de un raro «clasicismo». Era un heredero del mundo piranesiano, vale decir, de la puesta en acto de lo aberrante. Su imaginario funcionaba como una plancha serigráfica. Esa mirada nómada no dejará de interrogarnos y, sobre todo, de enseñarnos que el resto es la raíz de lo cantable.
Fernando Castro Flórez, crítico de arte
www.abc.es
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