A finales del siglo XVIII, Thomas Jefferson utilizó una metáfora que hizo fortuna en la doctrina y en la jurisprudencia de Estados Unidos de América: «Un muro de separación entre la Iglesia y el Estado». En la sentencia del caso Reynolds, de 1878, el Tribunal Supremo transcribió unos párrafos del documento de Jefferson donde apareció la famosa frase, pero fue en 1947 (pleito de Everson/Municipio de Ewing) cuando por primera vez los jueces consideran detalladamente la tesis de «una pared divisoria entre la Iglesia y el Estado».
A partir de ese momento, mitad del siglo XX, se reanudó la polémica sobre el valor de la religión en la vida política. Algunos gobernantes europeos han invocado el ejemplo estadounidense, apreciando allí una separación radical de lo religioso y lo político. La metáfora de Jefferson es interpretada como un alegato a favor del Estado laico.
También ha sido leído el texto de Jefferson advirtiendo en él una defensa del Estado aconfesional, sin una Iglesia oficialmente establecida, pero respetuoso de la variedad de sentimientos religiosos que anidan en la sociedad.
La realidad es que en este asunto, como en otros muchos, la visión americana resulta distinta de la que adoptamos en Europa. Anota Guy Haarscher, profesor belga, que frecuentemente se opone el sistema americano a los sistemas europeos, subrayando el carácter más religioso, menos secularizado, de Estados Unidos. Allí, al otro lado del Atlántico, la presencia de Dios se patentiza en cosas tan poco religiosas como pueden ser las monedas (1864) o los billetes de Bancos (de 1964 a 1966). Algunos aseguran que se trata de algo puramente simbólico, pero los símbolos son factores importantes de la buena convivencia.
El juez Waite recordó en la sentencia de 1878, antes citada, el proceso de elaboración de la metáfora de Jefferson. Antes de adoptarse la Constitución de 1787 se intentó en algunas de las Colonias y en ciertos Estados legislar sobre materia religiosa. Se aplicaron impuestos para el sostenimiento de la religión y se prescribieron castigos para los que no asistían a los cultos públicos. Todo esto suscitó controversias que, finalmente, culminaron en Virginia, con un fuerte debate en 1784.
Jefferson presentó una sugerencia para establecer la libertad religiosa, con las siguientes palabras: «Consentir que el magistrado civil se inmiscuya con sus poderes en el terreno de la opinión, para restringir la profesión o propagación de principios de una tendencia supuestamente maligna, es una peligrosa falacia que destruye la libertad religiosa».
Un año después, y encontrándose Jefferson en París como embajador, replicó por escrito a la Asociación Bautista de Danbury, y utilizó la metáfora del muro de separación: «Creo como ustedes -dejó dicho- que la religión es asunto que radica únicamente entre el hombre y su Dios; que no debe rendirse cuentas a nadie de su fe y de su culto; que los poderes legislativos alcanzan sólo a las acciones, y no a las opiniones. Por ello aplaudo que con soberana reverencia que se siga el camino según el cual no debe sancionarse ley alguna respecto al establecimiento de una religión o prohibiendo su libre ejercicio, levantando así un muro de separación entre la Iglesia y el Estado».
A mediados del siglo XX, los intérpretes del «muro» siguen con la polémica. El 21 de noviembre de 1948 los obispos católicos de Estados Unidos hacen una declaración solemne en la que razonan que la metáfora de Jefferson sólo puntualiza que no habrá una Iglesia establecida, ni religión del Estado, pero no es un alegato a favor del laicismo.
Tengo la impresión de que esta versión matizada del «muro de separación» ha ganado puntos con la visita de Benedicto XVI al pueblo norteamericano. El Estado sigue siendo aconfesional, pero en las calles y en las plazas de aquella gran Nación han brotado espectacularmente los sentimientos religiosos. Los testigos del acontecimiento, tanto los periodistas españoles como los de otros lugares, han coincidido al destacar que el Santo Padre fue recibido no como un visitante ilustre, sino como algo más: era el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Y los ciudadanos de la primera potencia mundial han demostrado que la laicidad no es una fórmula atractiva para ellos.
Va a resultar difícil, en lo sucesivo, que los partidarios del laicismo radical invoquen a favor de su postura lo que sucede en Estados Unidos de América. Tampoco será un punto de apoyo la situación presente de Francia. En París se está elaborando la teoría del laicismo flexible, o sea de la aconfesionalidad, en una línea paralela a la seguida por nuestra Constitución de 1978.
Los sentimientos religiosos son ahora el motor de la historia. No la lucha de clases. Basta con acercarse a Oriente Medio, o al Continente asiático, sin olvidarse de las guerras de religión en África. ¿No ha sido significativo que uno de los triunfadores en el festival de Eurovisión, este último fin de semana, representante de un Estado oficialmente laico, llevase una cadena con la cruz cristiana pendiente del cuello que exhibió ostensiblemente con la camisa abierta? El muro de Jefferson ha caído, como hace unos años cayó el muro de Berlín o, más recientemente, el murete de Nicosia.
No se me olvida el día que pude atravesar el muro berlinés. Me encontraba en Berlín occidental invitado por la Universidad Libre para pronunciar una conferencia. Los extranjeros atravesábamos con relativa facilidad al Berlín Este. Mi mujer y yo nos subimos con esta pretensión a un autobús dedicado a ese transporte desde la libertad a la dictadura. Una vez en el Berlín de la República sometida a la URSS nos encontramos con los monumentos grandiosos de la antigua capital de la gran Alemania. Mis maestros, que estudiaron allí al principio de los años cuarenta, me aseguraron que al llegar a París, procedentes de Berlín, tenían la impresión de encontrarse en una ciudad provinciana.
Luego la terrible guerra destructora. Y estos muros que, por fortuna, van desapareciendo, unos político-religiosos, en América, otros esencialmente políticos, en Europa. En Chipre nos acercamos a la línea divisoria de las dos comunidades. Venía con nosotros Lara, que nos advirtió: «Esto de Nicosia, abuelos, no es un muro, sino un murete».
¡Qué felicidad, Dios mío, cuando caigan todos los muros y los muretes de la intransigencia!
Manuel Jiménez de Parga
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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