La desaparición de Leopoldo Calvo-Sotelo, primer presidente de la democracia que nos abandona, trae al presente no sólo una figura política e intelectual de gran relevancia, sino también la memoria viva de todo un país que luchó a su lado por la conquista de las libertades en un tiempo complejo y repleto de incertidumbres.
Las circunstancias excepcionales en que se produjo su investidura, y el resultado final del pulso que los enemigos del Estado de Derecho perdieron frente al pueblo español y sus instituciones, dotaron de entrada a su mandato de un carácter singular, no tanto por su programa como por las dudas y amenazas que se cernían sobre él. Sin embargo, Calvo-Sotelo supo afrontar todas las dificultades con ejemplar templanza, y, lejos de quedar a la espera del relevo ideológico, o de caer en un mero continuismo de la obra de Suárez, se convirtió en impulsor de valiosas reformas que aún eran necesarias para completar la transición hacia una democracia plena. En poco más de año y medio fue capaz de aprobar la entonces polémica Ley del Divorcio, de iniciar el proceso de descentralización autonómica, de formalizar el ingreso de España en la OTAN o de asegurar que ningún tipo de presión impidiera que los implicados en la trama golpista quedaran impunes. Así, el Gobierno socialista pudo recibir, tras las elecciones de octubre de 1982, una España libre de ataduras, lo que permitió que la alternancia y la función estabilizadora que le es propia cumplieran su papel con completa naturalidad.
Su fina ironía, su cultura, su lúcido distanciamiento de los acontecimientos superfluos, sin incurrir jamás en apatía o falta de compromiso, trazan el perfil de un político inteligente y preparado, así como de un hombre de Estado con una visión razonable y positiva para sus compatriotas, precisamente porque tenía mucho de compartida y no estaba al servicio de una pose personalista. Que inicialmente no estuviera prevista su responsabilidad al frente del Gobierno, y que su ejecutoria sea ahora reconocida como esencial para la consolidación de nuestra democracia, no hace sino engrandecer su imagen.
Calvo-Sotelo pasa pues a la Historia como un representante sobresaliente de aquella generación extraordinaria que supo expresar y dar forma a la voluntad de convivencia y libertad de todo un país, y, en consecuencia, como un ejemplo de cómo se debe interpretar la memoria histórica: única y exclusivamente como fuente en la que buscar puntos de encuentro entre los españoles. Por eso, su legado político tiene un único dueño: la España democrática que él contribuyó a construir.
Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid
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