Se confirma cada vez más la impresión de atonía causada por Rodríguez Zapatero en el debate de investidura. Una vez superado el impacto mediático del primer momento, el Gobierno no tiene casi nada que ofrecer a los ciudadanos. El presidente no ha superado todavía el síndrome poselectoral y las cuestiones que preocupan de verdad a la opinión pública continúan a la espera de las decisiones imprescindibles. El equipo económico del Ejecutivo anuncia una y otra vez las mismas medidas que nunca terminan de ponerse en práctica. Mientras los titulares de Interior y de Trabajo hacen declaraciones sobre la inmigración que tampoco se concretan en nada. Otros ministros no han vuelto a hacer acto de presencia desde la toma de posesión y los departamentos siguen paralizados en medio de un goteo de nombramientos y de reformas orgánicas. Agotada la agenda social en la pasada legislatura, el PSOE no tiene un programa de medidas positivas que ofrecer a los españoles y, como es notorio, prefiere huir de aquellos asuntos conflictivos que no puede convertir en una operación de propaganda para su mayor gloria y beneficio. Por ahora, vive de distraer la atención hacia los debates internos del PP, liberándose así del desgaste que produce una acción efectiva de Gobierno. Rodríguez Zapatero está dispuesto a utilizar en provecho propio las discrepancias en el seno de la oposición, al tiempo que controla con mano férrea la situación en su propio partido. En definitiva, el presidente del Gobierno hace «política» en el sentido más estrecho y oportunista del término, pero no está dispuesto a tomar decisiones en serio con la eficacia y el sentido de la responsabilidad que exigen las circunstancias sociales y economicas.
La comparecencia de la vicepresidenta Fernández de la Vega ante el Congreso de los Diputados es la mejor prueba de que estamos ante un Gobierno sin proyecto que lanza cortinas de humo para disfrazar su alarmante falta de ideas. La última «novedad» es dar otra vuelta de tuerca a la laicidad, porque cualquier gesto que incomode a los católicos se presenta como un guiño hacia los sectores radicales, sin que les importe vulnerar la Constitución o los acuerdos Iglesia-Estado. El anuncio de un «plan» de derechos humanos es la prueba más llamativa de la inconsistencia del programa gubernamental. Los derechos fundamentales se reconocen en la Constitución y se desarrollan en las leyes, y todo lo demás son fuegos artificiales en una política de cara a la galería que no produce ningún beneficio tangible. El Ejecutivo pretende sobrevivir a base de ocurrencias más o menos ingeniosas, pero una sociedad desarrollada y compleja exige de sus gobernantes mucho más que retórica sin contenido. Los problemas siguen ahí y algunos empiezan a ser ineludibles, como la respuesta firme e inequívoca del Estado de Derecho ante el desafío soberanista de Ibarretxe.
Una cosa es que la democracia mediática sea un fenómeno característico de nuestro tiempo y otra muy distinta es que todo se reduzca a una política de imagen para salir del paso. Donde se juega de verdad la credibilidad de un gobierno es en esa letra pequeña de la gestión diaria, orientada por la eficacia y el sentido común. Todo esto se echa de menos en un equipo que agota su periodo de gracia dejando una impresión muy preocupante. Como demostró a lo largo de la pasada legislatura, Rodríguez Zapatero es especialista en eludir los problemas reales y en provocar conflictos artificiales. La opinión pública contempla la situación con un creciente malestar, porque el Gobierno no ejerce su responsabililidad y afronta la legislatura sin el respaldo de un proyecto serio para el futuro de España.
Editorial, ABC
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